La reelección fraudulenta de Maduro y las medidas económicas recién adoptadas por el gobierno demuestran de manera contundente que el chavismo ha pisado el acelerador en su objetivo de terminar de instaurar una dictadura de corte totalitario.

Maduro es ya un dictador, el oficialismo ha concretado la transición de una suerte de autoritarismo competitivo –etapa que va desde 1999 hasta 2015– a una dictadura de nuevo tipo. Lo cual está en consonancia con la condición no democrática del chavismo como movimiento político. Los herederos de Chávez no lo han traicionado en lo absoluto, han materializado su proyecto.

Con las medidas económicas adoptadas el oficialismo ha desperdiciado la ocasión de hacer el viraje necesario y demandado para atajar la crisis socioeconómica en curso y revertirla.

La instauración de la dictadura supone un retroceso colosal y perjudicial para la república y la sociedad en su conjunto; anula todos los avances civilizatorios conseguidos, con mucho esfuerzo y sacrificio, por la sociedad venezolana.

Los venezolanos estamos ante una hora crucial para nuestro destino vital. Es necesario aunar todas las voluntades (hace rato mayoritarias) favorables al cambio de gobierno y de sistema; pero estamos ante la insólita e inexcusable situación de que esa mayoría sociopolítica, esa enorme masa crítica se encuentra dispersa, aislada y sin conducción ni orientación política para luchar por el cambio de régimen.

La responsabilidad de esa situación recae en el liderazgo democrático, el cual viene despilfarrando las favorables condiciones objetivas y subjetivas presentes para derrotar al oficialismo. La principal carencia del liderazgo democrático es su incapacidad de construir una unidad sólida, coherente y de corte estratégico (condición indispensable para enfrentar y derrotar proyectos totalitarios). La convergencia opositora ha pecado de cortoplacismo y ha estado condicionada por planes grupales y personales del liderazgo, por eso se encuentra en la situación actual. Cuando más se necesita conducción, unidad y convergencia democrática sucede lo contrario. La dispersión opositora y la férrea voluntad de mantenerse, a todo evento, en el poder, son las dos principales ventajas del oficialismo.

La reconstrucción de la unidad democrática es un desafío ineludible para las fuerzas opositoras. Pero hay que ser realistas, plantearse la unidad de todas en este momento no es posible ni viable. Y no lo es porque hay sectores que, contra toda evidencia, creen que lo pertinente es cohabitar con el régimen y otros porque profesan la idea de que solos pueden.

El proceso de reconstrucción de la unidad debe comenzar por las  fuerzas de mayor presencia en la Asamblea Nacional y otros, vale decir: PJ, AD, VP, UNT y La Causa R, sin excluir a terceros interesados en echar a andar ese objetivo, el llamado chavismo disidente por ejemplo. El proceso unitario no debe circunscribirse a los partidos políticos, debe ir al encuentro y articularse con el amplio y vasto conglomerado social, gremial y regional que lucha por mejores condiciones de vida. Confrontaciones que han adquirido un carácter político porque devienen, necesariamente, en una protesta contra el gobierno.

Ese acuerdo debe basarse en algunos consensos, a saber: 1. Se está luchando contra una dictadura (lo cual establece algunas complicaciones y demanda ser bastante creativos al respecto). 2. Exigir la vuelta a la constitucionalidad. 3. Luchar contra la política económica oficial y por las reivindicaciones sociales básicas. 4. Exigir elecciones presidenciales libres, justas y transparentes.

Creo que si estas propuestas prosperan, las fuerzas democráticas y sociales contrarias al régimen pueden ofrecer a la nación la conducción política necesaria para impedir la cubanización de Venezuela.


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