¡Abróchense los cinturones! Estamos descendiendo a una velocidad vertiginosa. Todavía no hemos tocado suelo, a pesar de que vamos en caída libre hacia el megadesastre monetario de la reconversión, fijado para el 4 de junio.

Ni siquiera hemos visto circular algunas piezas del actual cono monetario, que han brillado por su ausencia y cuando por arte de magia aparecieron, nadie los quiso recibir, ni darnos el vuelto, como  sucedió con el billete de 100.000 bolívares, que ahora se convertirá en 100 bolívares soberanos ¡devaluados soberanamente al nacer!

El desastre financiero comenzó en diciembre de 2016, mes de ingrata recordación, cuando Nicolás Maduro aprovechó los días de aquella Navidad para sacarnos los ojos y los billetes de los bolsillos, de los bancos y hasta debajo de los colchones, al  ordenar la salida de circulación de los billetes de 100 en todo el territorio nacional y nos dejó sumidos en la frustración y la desesperanza. 

Hubo muertos, saqueos y ruina general, pero el billete de 100 bolívares  fue sucesivamente prorrogado y siguió circulando. Ese es el mejor ejemplo de las improvisaciones  e irresponsabilidades  del gobierno en materia financiera y monetaria. Desde esa fecha en adelante hemos transitado un largo descenso y nos hemos quedado atrapados en el caos, en el que los billetes ni siquiera circulan y hay que hacer las operaciones a través de transferencias cuando  funcionan los puntos de venta.

A medida que avanza la crisis una serie de miedos persigue al venezolano. Una crisis que es más  fácil sufrir que entender. La posible estatización de la banca después del 20 de mayo, que pretende repetir el férreo control cubano, es el temor más grande de los cuentacorrentistas y no solo de los 8 millones  del intervenido Banesco, sino del resto de la banca privada que no salen de un susto. La zozobra existe, el miedo a perder el trabajo, no poder afrontar las deudas, padecer la carestía de la vida y no encontrar caminos para sortear la hiperinflación se han convertido en torturas cotidianas.

La gente abriga temores concretos y angustiantes que condicionan sus estados de ánimo, millones de venezolanos que emigran  han dejado solos a sus hijos y a sus padres con la esperanza de poder enviarles unas remesas, de 10 dólares en adelante, que son pírricos paliativos a la situación desesperante que viven, para que no se mueran de inanición y tengan algo qué comer o para pagar sus medicamentos, si es que los consiguen en medio de un colapso de servicios básicos, como el de salud, donde la entrega de medicamentos de alto costo por parte del Estado se ha hecho inalcanzable. Sin embargo, el gobierno desesperado por obtener la divisa extranjera anuncia que pondrá sus garras en esas remesas, calculadas en 1.500 millones de dólares anuales, y que estas tendrán que ser cambiadas al irreal precio del dólar Dicom.

Tanto nadar para morir en la orilla. En vez de mantener a sus familiares, los venezolanos en el exterior terminarán entregando el fruto de todos sus esfuerzos y trabajos, en  muchos casos mal remunerados o esclavizantes, a un gobierno depredador que en su infinita maldad quiere verlos fundidos, tragarse su presente y el futuro de sus hijos.

Las remesas contribuyen a mejorar el insuficiente poder adquisitivo de gran parte de la población, pero el gobierno quiere apoderarse de ellas para obtener una importante fuente de ingresos y apoyar las finanzas públicas. Cuando se implemente esa medida se reducirán las remesas, sin duda, pero surgirán fórmulas para burlar las crueles limitaciones anunciadas por Sudeban. Exactamente  igual como sucede en Cuba.


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