A algunos les parece increíble que en la época de los millennials el socialismo sea una moda. Pero esto no es casual.

En su fracasada pero peligrosa campaña presidencial de 2016, el vetusto socialista Bernie Sanders logró cautivar a muchos jóvenes. Fue un instante de frenesí para los entusiastas de las “ideas progresistas” que continúan aplaudiendo al admirador de proyectos como la Revolución cubana a la que, lejos de catalogar como una penitenciaría social (su esencia socialista se lo impide), defiende como una sociedad con grandes “avances” en la educación y la salud, y en la que las personas, según Sanders, no trabajan para ellos mismos sino por el bien común. Eso les dice, desde hace décadas, a sus alumnos y admiradores.

En un video emitido por el canal 17 Town Meeting Television en junio de 2015, Sanders criticó que no debe olvidarse que Fidel Castro “educó a sus hijos, les dio atención médica y transformó totalmente a la sociedad”.  Y así otras defensas de su ideología socialista.

Cuando Sanders les habla de “igualdad de ingresos”, de asistir a las universidades y tener servicios de salud sin pagar un centavo, de derechos para comunidad LGTB, de “revertir los efectos del cambio climático” y otros de sus temas recurrentes, sus seguidores le aplauden y se sienten identificados con sus discursos. Los ejemplos de Sanders suelen ser del llamado “socialismo nórdico”, con aquello de “si ellos lo tienen, ¿por qué nosotros no?”. Pero en realidad la mayoría no tiene idea de qué les está hablando.

Pasa lo mismo con la joven promesa socialista del Partido Demócrata y discípula de Sanders, Alexandria Ocasio-Cortez, que acaba de ganarle las elecciones primarias al líder demócrata Joseph Crowley en el distrito 14 de Nueva York. Los planteamientos de Ocasio-Cortez, propios de su organización, Socialistas Democráticos de América, se basan en el discurso socialista de siempre: el encantamiento de las multitudes a través de la utopía. En otras palabras, decirle a la gente lo que quiere escuchar. Ahora bien, convertir la quimera en realidad, eso ya es otra cosa. Eso es el sueño americano; es decir, el capitalismo.

Es tan risible como patético ver que cuando le preguntas a esos jóvenes por los millones de crímenes del comunismo y el histórico fracaso del socialismo real (si acaso alguno sabe de su existencia o acepta reconocerla), te responden que no es a ese tipo de socialismo al que ellos aspiran, sino a un socialismo que de verdad se preocupe por las necesidades de la gente, en el que todos sean iguales, disfruten de salud y educación gratuitas (esto casi nunca falta), en el que la corrupción sea eliminada, en el que haya más seguridad.

Y para lograr esto –dicen los políticos socialistas– lo que tenemos es que “planificar” la economía y pagar más impuestos, sobre todo la clase media, que es la que siempre termina financiando las “ideas progresistas” hasta que pasan a otra clase, con menos recursos por supuesto, la proletaria. Y la gente aplaude, como a un prestidigitador en una tribuna, los posibles actos de magia de sus promesas de campaña y luego de mandato. El sueño eterno (ilusionista, adormecedor) de las apasionadas masas.

Mientras Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia y todos los países donde el rotundo fracaso del socialismo real es un ejemplo irrefutable de la inviabilidad de este sistema, no faltan los jovencitos estadounidenses que salen a marchar gritando consignas anticapitalistas y promover la creación de leyes para torcer su libertad y apoyar proyectos progresistas que, de cimentarse, liquidarían todo progreso.

Pese a su evidente disfuncionalidad, el socialismo sigue cautivando no pocas mentes. Sobre todo en universidades, incluso en Estados Unidos, donde se preocupan más por criticar, desde una postura revolucionaria, las “desigualdades” del capitalismo, por condenar los sistemas totalitarios menos populares como el fascismo y el nazismo, pero donde la verdad del comunismo, o el socialismo real –la misma bestia con diferente disfraz– brilla por su ausencia.

De ahí que sea común –insisto, no por casualidad– encontrar grupos de estudiantes y recién graduados convencidos de que el socialismo es el mejor de los sistemas posibles. Y para persuadir a otros –la mayoría desconocedores y descontentos– se organizan para realizar todo tipo de manifestaciones, desde algarabías públicas hasta campañas en redes sociales y agendas de penetración en espacios culturales y medios de comunicación. Y así continúa creciendo esa gran locura, una farsa aprobada por las mayorías, que hoy, más que simple enfermedad, es una pandemia social, global, a la que esencialmente el socialismo aspira. Esa sigue siendo su victoria más profunda.


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