No me gusta utilizar palabras que juzgan, palabras que, en sí mismas, ya implican una connotación evidentemente negativa. Y no me gusta hacerlo, básicamente, por dos razones. Una, porque se coloca en un segundo plano el análisis de los hechos, la argumentación, la demostración de las cosas. Dos, porque tampoco me gusta que utilicen contra mí palabras que juzgan; uno se siente como sin derecho a la defensa, como condenado de antemano. Y eso, estoy seguro, no le gusta a nadie.

Pero hay veces en que no queda otro camino que apelar a esas palabras. Las evidencias que las justifican son tan abrumadoras, que no utilizarlas sería, prácticamente, una manifestación de comodidad, es decir, de complicidad, es decir, de cobardía. Una persona miserable, en la acepción que es pertinente a estas líneas, es una persona abyecta y canalla. Y nuestra patria está siendo sojuzgada, reprimida, depredada por un conjunto de personas a quienes la palabra miserable, incluso, les queda apretada.

Miserables porque han sumido a Venezuela en la miseria, en medio de la bonanza petrolera más prolongada y caudalosa de la historia. Miserables porque son los principales responsables de que nuestra nación se haya convertido en una de las más violentas del planeta. Miserables porque no han tenido escrúpulos en mentir a diestra y siniestra, embaucando al pueblo de forma despiadada. Miserables porque han transmutado la otrora democracia venezolana –con todo los defectos que se le quiera achacar– en una hegemonía despótica y envilecida. Miserables porque todo esto lo han hecho en nombre de la justicia, la soberanía, la libertad y la independencia.

Miserables, además, porque desprecian los derechos de los venezolanos, y a diario los aplastan a través de la violencia represiva y la discursiva, en medio de burlas y jactancias que, por enésima vez, los confirman en lo que son: miserables. No puedo afirmar que todos los que forman parte del poder establecido sean miserables. Pero sí lo presumo de los que integran los núcleos decisivos del poder. Entre otras razones, porque han aceptado subordinarse a los dictados del castrismo cubano, acaso una de las expresiones más incuestionables de la miseria política hecha opresión y continuismo.

Lo contrario a un miserable, en el dominio de la política o en cualquier otro, es una persona respetuosa, que no débil; firme, que no violentista; comprometida con valores afirmativos, que no un idealista sin brújula, y, sobre todo, resuelta a defender los derechos de las personas, aun a costa de su paz, de su honra e incluso de su vida. En la historia de Venezuela, en la buena historia de Venezuela, hay innumerables ejemplos al respecto. Algunos muy reconocidos, y otros muy humildes y, quizá por ello, verdaderamente notables.

Este historial, así como el coraje del pueblo en marcha, del pueblo en protesta, del pueblo en movilización, sobre todo de las nuevas generaciones, para impulsar un cambio de fondo en Venezuela, son fundamentos que nos permiten avizorar que el destino de nuestra patria no estará en manos de los miserables que la están destruyendo. No. Estos miserables se empeñan, por las malas y las peores, en controlar el presente. Pero el futuro no les pertenece.

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