Los asesinos seriales son casi tan viejos como el cine y debemos su culto a dos de los maestros del género. En 1926, Alfred Hitchcock dirigió The lodger, libre versión de la leyenda de Jack el destripador suelto en la niebla londinense. Cinco años más tarde en Alemania Fritz Lang haría de M, el vampiro de Dusseldorf mucho menos una versión del asesino de niños Peter Kurten, que una alegoría sobre el horror nazi en camino. Ambos directores emigrarían, cada uno por su cuenta a Hollywood en la segunda mitad de la década, llevando consigo los embriones de personajes que poblarían su cinematografía americana. Porque en esto de los criminales en serie, Estados Unidos tiene una densidad poblacional importante que se remonta a los Hermanos Harpe de 1768 y cuyo número y conocimiento escala década a década en el siglo XX a medida que el conocimiento del fenómeno, las técnicas investigativas y la masificación de la prensa progresan.

El cine acompañó la inquietud social por el tema, con al menos una obra maestra, la Psicosis de Hitchcock en 1960 pero sin mayores aspavientos hasta 1991, el año de El silencio de los corderos. La película, que arrasó en la taquilla (272 millones de dólares) y se llevó 5 oscares, era un giro copernicano en el subgénero cinematográfico. Narraba la búsqueda por una agente novata del FBI de un asesino suelto, pero asesorada por un compañero del gremio preso en una cárcel de máxima seguridad. El doctor Hannibal Lecter. La trama introducía a Jack Crawford, el psicólogo que dirigía la unidad de ciencias de la conducta desde el cuartel general del FBI en Quantico.

El personaje y la trama no habían salido de la nada. El autor de las novelas originales, Thomas Harris, había seguido la paciente labor de John Douglas, que hacia 1979 había fundado la unidad y describiría su periplo profesional en un libro apasionante Mindhunter/ Cazador de la mente. Porque la premisa también lo era. ¿Cómo se captura a un asesino serial que elige sus víctimas por azar o capricho? ¿Cómo se llena el vacío generado por la ausencia de un motivo? La respuesta de Douglas fue, para la época, muy original. Ya que no hay un motivo busquemos los patrones comunes y diseñemos un perfil del asesino, y luego busquemos cómo el asesino buscado cae dentro de ese perfil. Ahora bien, ¿cómo trazar el perfil de un personaje tan siniestro y elusivo, que ha hecho de la tiniebla su hogar? Simple, responde John Douglas: entrevistando a los asesinos seriales que ya están presos.

La saga de Hannibal Lecter dio al menos tres novelas, cuatro películas y una serie, porque ese villano encarnaba el mal destilado, ingenioso, ubicable por encima de la escala de lo concebiblemente humano. Pero la destreza de Lecter estaba enmarcada en la técnica de observación de sus sucesivos perseguidores, que, por supuesto caían en la telaraña de una mente profundamente manipulativa. Tal vez la virtud primera de la serie estrenada el mes pasado por Netflix, (Mindhunters) está en ubicar el drama mucho antes del asalto del tema por la ficción. Porque la serie, basada en las memorias de Douglas, cuenta en su primera temporada cómo el agente Douglas comienza a comprender que se enfrenta a un fenómeno, que sin ser nuevo, requiere de un nuevo paradigma para el tratamiento policial y comienza, a tientas y sin mayor apoyo de sus superiores, a conversar con los asesinos seriales ya convictos, que, en general, están encantados con esa nueva y sumergida popularidad. Los 10 episodios de la primera temporada son una muestra de exigencia y puntillosidad. Los dos agentes del FBI (esos sí ficcionados), se mueven con paciencia de entomólogos en un mundo oscuro que la fotografía plomiza privilegia. La trama no le tiene miedo a la lentitud con que los aciertos y los desencuentros van componiendo un material ominoso que, por supuesto, terminan por afectar la mente de los propios investigadores, que poco a poco comprenden que se desplazan por un terreno inhóspito y hostil, porque se sumergen en lo más oscuro de la mente humana. También queda claro que lo que buscan no son motivaciones freudianas, y las explicaciones, si aparecen, son un complemento de una visión a fin de cuentas muy pragmática del asunto. Se trata de investigar y categorizar conductas para atrapar criminales, porque estamos en Estados Unidos de los setenta, donde los agentes federales son parte del establishment y reciben el desdén de una sociedad en la que las heridas de Vietnam y Watergate están aún a flor de piel. Por si todo esto fuera poco, los primeros capítulos están dirigidos por David Fincher, el de Seven y Zodíaco, un hombre que de estos temas algo sabe.


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