La novela del dictador constituye un subgénero al que Latinoamérica ha dado prestancia, tanto por  la variedad de déspotas que la han tiranizado –militares por lo general o títeres civiles a sus órdenes– cuanto por la calidad de los autores que han fabulado a partir de sus autoritarismos –Asturias, Roa Bastos, Ibargüengoitia, Vargas Llosa, García Márquez, Carpentier, Zalamea, entre otros–. Aunque crueldad le sobra, Maduro nunca competirá en esa liga. Es un dictador mediocre y de escasas luces, cuyo discurso no soporta glosa distinta a la del sarcasmo y la ironía. Si esto no fuese suficiente para excluirlo de la galería de déspotas dignos (¿?) de ser novelados, carece de magnetismo,  verbo y valor histórico o simbólico, elementos indispensables para embarcar a una pluma sensible y creativa en una aventura narrativa que no desemboque en previsible crónica del populismo ordinario.

Hay escasez aguda de alimentos y medicinas, pero abundan plumíferos nativos y foráneos que ofertan su prosa o poesía al mejor postor, en función del número de páginas o de versos que deban pergeñar, ¿o perpetrar? De esa estirpe de explotadores del verbo, Venezuela conoció dos ilustres representantes extranjeros: el germano-suizo  Emil Ludwig y el gallego, premio Nobel de Literatura, Camilo José Cela. El primero biografió, por encargo de López Contreras (seguramente tuvieron velas en ese entierro Úslar y Pocaterra), a Simón Bolívar; al segundo le fue encomendada por Pérez Jiménez, a sugerencia de Laureanito Vallenilla Planchart, una novela –La Catira– con ánimo de arrojar al baúl del olvido a Doña Bárbara y a su autor, Rómulo Gallegos. Y, porque les echa de comer, el reyecito tiene a su disposición una troupe de escritorzuelos y cagaversitos a los que no sonroja cantarle loas y prodigarle ditirambos. Que su figura no sea tomada en cuenta, fuera de ese círculo rojo, no debe quitarle el sueño a quien ya es personaje de folletón. Bueno para una película muda, hizo gala de sus aptitudes para la mímica con su performance de la octavita de carnaval.

Al igual que buena parte de los venezolanos, esperaba que el domingo pasado la dirigencia opositora, afanada en recomponer la coalición unitaria –coalición devenida en pagapeos sobre la cual recae el peso de recriminaciones de inconformes y desconfiados, pero que, en términos cualitativos, es la que cuenta a la hora de las chiquiticas–, se pronunciara ante el desafío electoral con que la dictadura militar pretende legitimar la indeseada continuidad del mandato nominal del señor Maduro. No lo hizo sino hasta el miércoles. Entre tanto, Nicolás, que había prometido una sorpresa para ese día, quiso robarse el show dominical. Como aquel historiador que pasó años prometiendo un Bolívar y terminó entregando un mediecito, el figurón  no asombró a nadie, pero sí alarmó a los que, apostando a un nuevo incremento salarial, la expulsión del embajador de alguno de los países del Grupo de Lima u otro despropósito de análogo tenor, nos calamos un silencioso mensaje peace & love en deplorable parodia de Marcel Marceau o de Charlot y colegir que si él y su séquito de payasos no eran víctima de una contagiosa afonía, eran presa de un ataque de locura colectiva que, de persistir, les hubiese obligado a renunciar; y ¡eso sí!, señoras y señores,  habría  sido una mayúscula sorpresa; un inesperado milagro que todavía hoy estaríamos festejando. Ni lo uno ni lo otro. Tampoco lo contrario. Ganas de joder, no más.

En novela de cartesiano título, El recurso del método, Alejo Carpentier otorga protagonismo a un arquetipo del dictador latinoamericano, síntesis histórica y geográfica de tiranos y países de la región, un (ex) primer magistrado, dulce, amarga y nostálgicamente exiliado en París que, anticipando su canto de cisne o del manisero, ¡me voy!, afirma haber leído en las páginas rosadas del Pequeño Larousse Ilustrado la frase  «Acta es fábula», que «pronunciaré  para que quede en la Historia a la hora que me lleve la chingada». Para él, la vida debía concluir con rigor de tragedia clásica y por eso el latinajo. Provienen igualmente del famoso diccionario dos locuciones, Alea jacta est (o Alea iacta est) y Divide et impera que, en principio, iban a motorizar este palabrerío para un domingo de –y transcribo literalmente lo que dijo el mandón empeñado en mandar más– operaciones y ejercicios militares de defensa multidimensional integral del territorio independencia 2018.

La primera, «la suerte está echada», aprendimos en clases y compendios de historia universal, fue proferida por Julio César, según Suetonio (Vida de los doce césares) al atravesar el Rubicón, desafiando al Senado y a Pompeyo.  Mutatis mutandi, podríamos decir que aquí y ahora los dados están rodando y, como no es cuestión de suerte sino de (arti)mañas, presentimos que se avecina un inevitable y tal vez cruento enfrentamiento contra el continuismo, pues si no es posible detenerlo por las buenas, tendrá que hacerse por las malas.

La segunda, «Divide y vencerás», endilgada  también al dictador romano, se la cuelgan asimismo a Maquiavelo y Bonaparte. Su autoría es irrelevante, importa, sí, que ella resuma una estrategia para la conquista y preservación del poder. Sembrar cizaña entre el adversario es lo que procura el oficialismo en este momento que estima de fatiga unitaria. Ante la presunta debilidad del contendor, le han crecido las agallas y se propone acabar de una vez por todas con la autonomía de la Asamblea Nacional, adelantando las elecciones parlamentarias para que coincidan con unas presidenciales en las que, para que no se diga que es un plebiscito, fungirían de comparsa un chavista renegado, Henri Falcón; y, ¡la revelación del año!, un predicador protestante con rabo de paja empapelado en Panamá, Javier Bertucci. Estos sujetos y sus franquicias  legitiman la estafa comicial y sabotean la formación de un amplio frente nacional  en su contra. ¡Medio chuzo!, exclama exultante Diosdado. ¡No, el chuzo entero!, exige Padrino.

Y aquí estamos, atrapados y sin salida, como el R. P. McMurphy de One Flew Over the Cuckoo’s Nest (Milos Forman, 1975) Mas, a diferencia del personaje magistralmente interpretado por Jack Nicholson, no sucumbiremos a una muerte piadosa a objeto de evitar que (sobre)vivamos idiotizados. Este drama ha de tener final. Infeliz, acaso, pero lo tendrá. A todo cochino le llega su sábado. Le llegó a Napoleón, el cerdo imaginado por Orwell como remedo de Stalin en Rebelión en la granja. Con más razón ha de llegarle a la marioneta de un culebrón escrito, dirigido y producido  por soldados sin ilustración.


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