La forma como conocí el cine ya no existe. Por experiencia y nostalgia, creo que era más humana que la de ahora. Parecen tiempos remotos, demasiado lejanos a los de hoy.

Debe ser porque en Venezuela tenemos la mala costumbre de olvidar rápido, de sabotear el recuerdo y borrar los vestigios del pasado hasta erosionarlos y someterlos al escarnio.

Aquel espacio afectivo lo condenamos a la ruina y los sustituimos por otro, en una operación de limpieza esnobista. Casi nada perdura. Todo lo exponemos a un ritual de consumo de usar y tirar.

La crisis destructiva se agudizó con el chavismo, cuya enajenación mesiánica lo condujo a ejecutar un proyecto de anticipación distópica. Supuestamente, la demolición de la cuarta república abriría las puertas del paraíso al alcance del pueblo. En realidad aconteció una pesadilla terrorista.

En efecto, la política de arrase solo pudo alimentar una cultura de la duda, el desconcierto y el resentimiento. Al ciudadano no le queda sino extrañar antiguos hitos urbanos de la capital, como el Radio City reconvertido por manos de la revolución en un apéndice siniestro del aparato de inteligencia. Lo recuperaremos en el futuro inmediato, cuando vuelva la democracia.

Asimismo, urge dignificar y desintoxicar la programación de la Cinemateca Nacional, rendida a la glorificación de los mitos del “proceso de cambios”. Su sede principal fue tomada por la indigencia y dejó de ser un lugar de consagración para nuestros realizadores. También aguarda por una segunda oportunidad, por un renacimiento.

En mi infancia correteábamos por las butacas del Cine Prensa mientras exhibían 2001 de Stanley Kubrick. Apenas entendíamos el lenguaje hermético de la película. Nos hipnotizaban las imágenes de los monolitos, los huesos y las danzas de naves interestelares. Jugábamos y viajábamos en la oscuridad.

De adolescentes soñábamos con entrar a las funciones de Porky’s en La Florida. La censura lo impedía y tocaba conformarse con ver las distintas Locademia de policía. La seguridad permitía salir de noche en la calle, fuera de los centros comerciales. Al lado de la plaza Francia, las colas inundaban las adyacencias del Cine Altamira para disfrutar del estreno deTitanic.

En la Margot Benacerraf del Ateneo de Caracas descubrimos joyas del séptimo arte gracias al esfuerzo de los curadores y administradores de la institución. Ahí los ciclos anuales eran famosos, cotizados y concurridos. Intercalaban clásicos con trabajos audiovisuales de la época.

Las revistas de crítica (Encuadre y Cahiers, por ejemplo) se vendían en librerías a precios accesibles e incentivaban la necesaria discusión de los contenidos nacionales e internacionales. A la postre, fueron descontinuadas y torpedeadas por el aislamiento y el linchamiento de la libertad de expresión.

Los autocines enriquecían la oferta de pantallas diversas. A cielo abierto garantizaban dos horas de amena distracción en familia. De niños nos llevaban escondidos en las maletas de los carros. De jóvenes servían para consumar fantasías románticas, eróticas y sexuales.

Por supuesto, había problemas y contradicciones; pero resultan cuestiones menores en comparación con el estado actual de las cosas.

En descargo de la deriva contemporánea, es menester reivindicar el loable esfuerzo de iniciativas alternativas, independientes y privadas, como Trasnocho Cultural, el Cine Los Galpones, el Cine Móvil de Circuito Gran Cine y el Cine Jardín (Hacienda La Vega). Ejemplos de una memoria que resiste.    


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