Hablar o escribir, de una u otra manera, sobre la corrupción en la Venezuela chavista se ha hecho tan ordinario que ya hoy es hasta cansino. Pero por mucho que nos canse, no debemos pasarlo por alto. Sin embargo, se está imponiendo una tendencia sumamente peligrosa y que se manifiesta en expresiones tales como “Venezuela es un país de corruptos” o “Aquí todo el mundo es mafioso” y otras por el estilo. Generalizar siempre es incluir en esa generalización a quien cabe justamente en ella y a quien no tiene nada que ver con el tema de que se trata. Cuando, como en este caso, se está atribuyendo algo tan perverso a todo un pueblo, la injusticia es evidente y muy grave. Es importante no hacer atribuciones de este tipo.

Hoy estamos claros en que la corrupción, especialmente la que más nos escandaliza, es, sobre todo, propiedad de un pequeño grupo de pervertidos que por el puesto que ocupan o han ocupado en los ámbitos del poder y sus aledaños, tienen acceso a los bienes públicos y pueden así servirse de ellos a su capricho impunemente. Y no son tantos aunque sí excesivamente escandalosos. Existe, por supuesto, esa corrupción más o menos importante, tipo “bachaquero”, por ejemplo, que suele aparecer siempre que se dan las circunstancias como estas de anarquía, desorden y fácil impunidad, pero nada de esto justifica decir que somos un pueblo de inmorales por nuestra historia, nuestra tradición, incluso desde la Colonia, o nuestra composición étnica de mestizos.

La situación por la que estamos pasando tenemos que pensar que es transitoria y, aunque ciertamente nos costará mucho rehacernos de ella, no podemos decir que haya dañado profundamente nuestro sentido de la honestidad o nuestra capacidad de discernir el bien del mal y optar por lo que debe ser. Es verdad que el cinismo con el que en general estos corruptos desenfadadamente se muestran, es tan osado que va más allá de todos los límites imaginables, pero nuestro pueblo se ha resistido sólidamente a seguirlos sin más en su perversión. La gente continúa distinguiendo muy bien, porque además sufre las consecuencias de sus actos criminales, entre el malandro, pues por mucha que sea su fortuna mal habida merece este calificativo, y la persona de bien.

En esto está nuestra fuerza moral y vital. No la hemos perdido. Sobre esta fuerza, nos seguimos manteniendo. De ella se nutren las raíces profundas, de las que hablaba Ugalde en uno de sus últimos artículos, las que garantizan el reverdecimiento de los samanes después del tiempo de verano, que pasará, en nuestras llanuras.

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