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“…El pájaro caído/ entre la calle Montalambert y la de Bac/ es una muchacha/ detenida/ sobre un precipicio de miradas… potranca alazana/ Un haz de chispas/ una muchacha real/ entre las casas y las gentes espectrales… yo vi a través de mis actos irreales/ la tomé de la mano/ juntos atravesamos/ los cuatro espacios los tres tiempos/ pueblos errantes de reflejos/ y volvimos al día del comienzo…”. Del poema “Viento entero” de Octavio Paz.

La primera vez que la vi, la reconocí. Era una mujer de reminiscencia felina en el andar, bellísima cabellera leonada, y además vestía ese día unos pantalones que replicaban la piel de una pantera. En algún reportaje aparecía como la compañera de uno de los escritores más lúcidos de nuestro tiempo; la historia de su idilio estaba salpicada de elementos donde campea el “azar objetivo”, ese pase de magia real que tanto enamoraba a los surrealistas, como veremos párrafos abajo. Entre ese encuentro fortuito en un recinto colonial que albergaba una exquisita tienda de artesanías mexicanas y lo que sigue, habrán pasado tres lustros. Se inició así el privilegio de un trato de admiración por la pareja y una extrema cordialidad:

—Me han dicho que en Río de Janeiro hay innumerables túneles, ¿es verdad?– me preguntó Marie José Paz, al desembarcar en el aeropuerto que hoy se llama Antonio Carlos Jobim. Le respondí que en efecto, eran tantos como dos docenas perforando esa compleja geografía que desemboca en la bahía de Guanabara; pero atajé su aprehensión presumiendo conocer las rutas, casi secretas, sobre los morros de esa “ciudad maravillosa” (no solo en el eslogan turístico) donde fue muy feliz don Alfonso Reyes.

La esposa de uno de los poetas que más he seguido en el mundo se sintió aliviada. Eso sí, me cuidé de precisar que los riesgos que correríamos serían dos: multiplicar los kilómetros en cada trayecto que haríamos entre acantilados de piedra tallada sobre las playas del paisaje más prehistórico de América del Sur. Y el otro riesgo que mencioné, en busca de consenso, sería el de correr un relativo peligro; afortunadamente no tan agudo como el de hoy: circular con una proximidad azarosa frente a las célebres favelas que han pasado de la imagen romántica que nos pintó Stefan Sweig, a la amenaza mortal que representan los tiroteos cotidianos de hoy en día.

A partir de este detalle resuelto para quien temía a las oscuras y prolongadas galerías del Rebouças, Rio Cumprido-Laranjeiras, o Santa Barbara, y que además le reveló una suerte de Río de Janeiro a vuelo de pájaro, la relación con Marie-Jo sentó las bases de una amistad  entrañable. En varias ocasiones el embajador Paz –así le llamé siempre– llegó a decirme por teléfono “…lo dejo, porque Marie-Jo me está arrebatando el auricular para contarle algo”.

Años más tarde, ya fungiendo como cónsul general de México en Barcelona, tuve la fortuna de compartir un fin de semana con los Paz. Fuimos invitados por el presidente de la Generalitat a un homenaje al poeta y editor Carlos Barral, cerca de Tarragona. Marie-Jo, en el asiento del copiloto y Paz en el de atrás, desataban litigios de pareja motivados por no prestar la debida atención al paisaje; con Marie-Jo nos enfrascábamos en una discusión cualquiera, mientras Paz pedía que se prestara la debida atención a los pinos de las prodigiosas colinas que una vez fueron romanas, y al azul, único, del Mediterráneo. En ese y otros viajes juntos por la Cataluña profunda y frente a motivos inspiradores de vitrinas extrañas, muros descascados y objetos encontrados en la calle, tuve que mediar entre el asombro fotográfico de Marie-Jo, que pepenaba imágenes fotográficas para sus collages, y un Octavio Paz que cuidaba con esmero, pero impaciencia, los detalles de los compromisos.  

Durante la cena dedicada a la memoria de Barral en la Pineda, Vila Seca, entre discursos y silencios oficiales Marie-Jo me reveló detalles de su prodigioso reencuentro en los años sesenta, después de un rompimiento amoroso en la India, que consideraban definitivo. El acontecimiento definitivo tuvo visos de milagro surrealista; y están encriptados en el poema “Viento entero”. Paz se hallaba de paso en París. Se dirigía a recibir un destacado premio de poesía  en Ámsterdam. Sentado en el vestíbulo de su hotel y descansando la vista del periódico que estaba leyendo, vio pasar a Marie-Jo rumbo a un laboratorio fotográfico. Le dio alcance y ya no la dejaría nunca más. Es bueno pensar que el ánimo creativo de Marie-Jo, autora de bellísimos collages, les había puesto de nuevo en una ruta trascendente y definitiva de su destino. Llegué a decirle que estaba convencido de que sin ella la poesía de Paz –no solo en la vertiente erótico amorosa– no hubiera sido la misma. Marie-Jo me respondió, esquivando: “Tal vez, ¿pero sabes de quién ha sido Paz total deudor en el tema?…” Y agregó, de Proust.

La actitud humilde de esa hermosa mujer de carácter vigoroso se reflejaba también cuando se trataba de hablar del talento notable que expresaba en su arte, emparentado con las célebres obras de Joseph Cornell. Marie-Jo era consciente de que la sombra de su marido acotaba que volaran, con sus propias alas, sus agudas propuestas plásticas. En el mundo del arte también –y con mayor mezquindad– se sufre la maledicencia aguda de la envidia y del ninguneo.

Marie-Jo fue dueña también de un humor muy fino. Un día le pregunté sobre el momento estelar que vive todo escritor cuando se le anuncia que ha recibido el Premio Nobel –refiriéndome, claro, al que se le otorgó en 1985 a Octavio Paz–. La mañana del anuncio del premio se encontraban en el Waldorf Astoria de Nueva York y ella atendió la llamada de ultramar, precedida por alguna otra que desde México consideraban una broma. Del otro lado de la línea, desde Suecia, el secretario de la Academia le confirmaba la seriedad de una decisión tan trascendente que dejó a un perplejo e incrédulo Paz sumido en una angustia tremenda. A Marie-Jo solo le quedó aplicar una terapia de choque. Lo hizo de carcajearse ensayando en camisón un pas de deux en un histriónico ballet.

La última vez que estuve con ella fue en la terraza de un bistrot hace un par de años. Acababa de pasar por un trance violento. La noche anterior un individuo había invadido su casa, encontrándose sola en su alcoba. Desde el segundo piso observó al sujeto. Lo único que se le ocurrió fue tomar algo para defenderse. Lo primero que tuvo a la mano fue una ametralladora. La semejanza con una auténtica arma automática era perfecta. Había comprado ese “juguete” porque se lo había pedido el hijo de su asistente. Marie-Jo apareció gritando y accionando un mecanismo de luces y ruidos que provocó la huida del frustrado ladrón.

En el centenario de Octavio Paz, en abril de 2014, Marie-Jo tuvo la generosidad de sentarnos a mi esposa y a mí en la mesa principal de la cena conmemorativa; entre ella y Veronique había más tela que cortar que la de haber sido ambas de nacionalidad francesa. Yo tuve el privilegio de ser embajador en Nueva Delhi, y de haber conocido, en circunstancias similares, también allí, a mi mujer. Viví varios años en la misma residencia que ellos alquilaron. Un célebre bungalow de Lutyens. Paz me reveló que a esos portentosos jardines de Pritiviraj 13 los consideraba “metafísicos”. Y era de acreditar. Allí, bajo las frondas de un sagrado Nim se había casado con Marie-Jo, la mujer, que en sus propias palabras, fue lo mejor que le había ocurrido en la vida.


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