Héctor Schamis, con su habitual lucidez y perspicacia, ha demostrado en su imprescindible artículo de ayer en El País de España, »Venezuela entre Bosnia y Kosovo» https://elpais.com/internacional/2019/03/02/actualidad/1551565604_602270.html, la absoluta futilidad de pretender sacar a los tiranos sin mediar otros mecanismos que los estrictamente diplomáticos.

Después de un exhaustivo recuento de los horrores de las guerras balcánicas concluye con un balance irreprochable: sin la intervención de las fuerzas de la OTAN, bajo el mando del comandante supremo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte durante la Guerra de Kosovo, general cuatro estrellas del ejército de Estados Unidos Wesley Clarck, quien dirigió el bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia para permitir el retorno de 1,5 millones de albanos expulsados de Kosovo, y la orden de su comandante supremo Bill Clinton, todos ellos actuando bajo órdenes del Consejo de Seguridad de la ONU y la participación estelar de nuestro embajador Diego Arria, Milosevic jamás hubiera aceptado la conminación diplomática a dejar el poder. Ni hubiera muerto en una celda de una cárcel en La Haya.

Para Schamis, el orden de los factores no ha variado un ápice en todos estos años, que asisten a la tragedia del pueblo venezolano: la diplomática es la segunda opción. La primaria y definitoria es la responsabilidad de proteger a las víctimas de genocidios mediante el uso de fuerzas de paz. Como lo decretara hace muchos años la ONU. Todo lo demás es darle largas, sucumbir a la perversa determinación del castrocomunismo y proteger, indirectamente a los violadores.

Recuerdo un desayuno sostenido hace unos quince años con nuestro amigo el salvadoreño Alberto Arene, entonces encargado de las oficinas del  Endowment for Democracy del Partido Demócrata en Caracas, y  el secretario político de la embajada de Estados Unidos en Venezuela. En el cual, ante la sola mención del problema militar como clave de la salida de Hugo Chávez del poder, nuestro amigo norteamericano se puso a temblar. Ni Dios lo quiera, con los militares ni a misa, me dijo airado. Sin que yo, por entonces, hubiera dicho una sola palabra. Me hizo ver de inmediato el pesado fardo que Augusto Pinochet le había costado a la Casa Blanca, al Departamento de Estado y al Pentágono. Mi hijo, fotógrafo profesional, me contó por esos mismos años que Henry Kissinger, a quien le hacía una sesión de fotografías para una importante revista norteamericana, al saber que su padre era chileno le comentó “qué caro me ha salido el golpe de Estado del general Pinochet. Aún hoy me lo reprochan”.

Pero si ese es el resultado de la intervención de las fuerzas armadas ante el embate del castrocomunismo, no sólo en Chile, sino en Argentina, Uruguay y Brasil, aún hoy, a cuarenta y seis años de los fatídicos sucesos, más grave es el complejo de culpa y la parálisis mortuoria a la que ha conducido a las cancillerías y gobiernos de la región ante los últimos efectos de una injerencia que no sólo jamás se detuvo, sino que alcanzaría su relanzamiento por todo lo alto y con renovados bríos y un poderoso financiamiento con la conformación del Foro de Sao Paulo por Lula y Fidel Castro en 1990 y el golpismo militar venezolano  y la nefasta llegada del teniente coronel Hugo Chávez, ficha de Fidel Castro, al poder de la primera potencia petrolífera de Occidente en 1999.  

¿Por qué razón, un fenómeno de indudables perfiles geoestratégicos y de graves implicaciones en el terreno de la seguridad hemisférica, incluso mundial, pues asociado al narcoterrorismo islámico, fue apartado sin ninguna consideración estratégica y táctica de las preocupaciones de las cancillerías, los Ministerios de Defensa y los Estados Mayores de las Fuerzas Armadas latinoamericanas y occidentales? ¿Por qué el asalto abierto y desenmascarado de los ejércitos de Venezuela, Cuba y sus inmediato aliados –Brasil, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Argentina y Uruguay: el Foro de Sao Paulo– concertados desde la conquista de la Secretaría General de la OEA por el marxista chileno José Miguel Insulza a la búsqueda del dominio continental y el establecimiento de gobiernos y regímenes castrocomunistas en el continente, encajonó el tratamiento militar de un problema de claros y alarmantes perfiles bélicos? ¿Por qué la amenaza latente y activa de una guerra revolucionaria y una grave crisis humanitaria, como la que se hiciera real y efectiva en la Venezuela sometida a la dictadura de Nicolás Maduro –no fue ni ha sido tratada como una amenaza de carácter global que debía y debiera ser enfrentada, en primer lugar, por los sectores militares de los Estados puestos en riesgo de devastación? Finalmente: ¿por qué la ciega y suicida porfía del Grupo de Lima, los países miembros de la OEA, las Naciones Unidas y el Parlamento Europeo en reconocer que la crisis humanitaria venezolana trascendió hace mucho tiempo y tras la práctica devastación del otrora próspero país del norte de Suramérica, los cauces diplomáticos para convertirse en un grave problema de índole bélico, táctico militar, de seguridad hemisférica? 

Mi sospecha es que todos los países que sufrieron el embate del castrocomunismo en los años setenta y que se salvaron de caer en el abismo en que ha caído la ex próspera, riquísima y feliz Venezuela –Chile, Argentina, Bolivia, Colombia, Uruguay y Brasil– se han negado a metabolizar y asumir plenamente y con lúcida conciencia el hecho único y verdaderamente trascendental de que se salvaron de vivir esta espantosa tragedia precisamente gracias a sus ejércitos, que en un acto de grandeza política sólo comparable a los realizados durante las Guerras de Independencia, se vieron en la obligación de salir en defensa del Estado de Derecho, librar una guerra, a veces sucia y sangrienta por causa de sus determinaciones intrínsecas,  contra las fuerzas insurreccionales, arrebatarles el poder político conquistado y puesto al servicio de revoluciones tan destructivas y devastadoras como las del llamado socialismo del siglo XXI y recuperar para sus países el Estado de Derecho y el pleno ejercicio de sus democracias. Como en efecto ha sucedido en todos ellos. Incluso con la inmensa prosperidad y desarrollo logrado gracias a las políticas de saneamiento estructural y social implementados por dichas dictaduras. El caso de Chile es emblemático. Como emblemática es la aparente vergüenza y mala conciencia con que sus elites dominantes, que estarían todas en el exilio, en la cárcel o en el campo santo de no haber mediado la intervención de sus Fuerzas Armadas,  se niegan a reconocer y reivindicar hechos tan palpables e incontrarrestables.

Esa patética y lamentable mala conciencia será responsable de la extinción trágica de la Venezuela de Simón Bolívar. Que no los libró del imperio español recurriendo a argucias diplomáticas y envainando sus sables, sino desplegando sus ejércitos propios y multinacionales, incluso europeos. Ese indecoroso olvido es trágico. Avergüenza a una límpida conciencia latinoamericana.


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