Nunca imaginamos este nivel de desastre, de tragedia, de drama. Un país que disfrutó por más de 10 años una bonanza de su principal producto de exportación, 4 años después cayó en una hiperinflación, en una depresión económica sin precedentes en la historia de la región (tal vez de la humanidad), además de perder a más de 10% de su población que optó por huir ante todos esos problemas. Como guinda en ese inmenso pastel, en el período de tiempo que todo ocurrió apenas hubo dos presidentes en el poder, que pertenecían al mismo partido político y tenían la misma ideología.

Venezuela, sentada en algo más de 300.000 millones de barriles de petróleo, es incapaz (caída en la producción, estado deficiente de las refinerías, desabastecimiento de materia prima u otros componentes) de producir los 180.000 b/d (hace unos años eran más de 300.000 b/d) de combustibles que necesita su mercado interno (la cifra es menor, pero hay que sumar el contrabando). Tampoco los puede adquirir en el exterior, gracias a la falta de recursos económicos y a las sanciones petroleras, por lo que las posibilidades de cerrar la brecha con importaciones se hace cada vez más complicado. Nuestro país pasó de tener la gasolina más barata del planeta a la más costosa, pero no por un ajuste oficial en el precio de venta, sino por el colapso en la oferta. Pasar horas esperando surtir combustible, rodar kilómetros buscando una estación de servicio, cambiar planes o proyectos ante la escasez, pagar comisiones, la incertidumbre de cuánto tiempo durará la crisis, están generando un costo económico muy elevado y que actualmente ningún país tiene.

Igual ocurre con el deterioro en la provisión de servicios públicos. Desde seguridad hasta agua y electricidad, la oferta del Estado venezolano en estos aspectos es mediocre, insuficiente, de baja calidad y con un elevado componente de incertidumbre. La desconfianza hacia quien está en el poder no solo se concentra en sus soluciones para atacar la crisis económica, también la encontramos en la percepción de tener una vida “normal”. Hace rato que eso no ocurre en Venezuela.

Mad Max es una película de finales de los setenta, ambientada en un mundo futurista apocalíptico, marcado por la escasez de combustibles, agua, elevada corrupción, crisis económica y caos social. En la cinta, el Estado prácticamente no existe en las carreteras de Australia y unos colectivos son quienes dominan e imparten la ley.

El chavismo convirtió a Venezuela en una Mad Max caribeña. Aquí estamos iniciando el camino para ser en la vida real lo presentado en la película. Vamos muy adelantados en muchas cosas. La escasez de combustibles, la crisis en los servicios públicos, la ausencia de Estado en las carreteras, la corrupción, la desesperanza. Zimbabue, Angola, Sudán, Eritrea son ejemplos reales de países que pasaron por esas situaciones. 

Venezuela hoy es la sombra de la economía que fue, del país que atraía turistas y emigrantes. Hoy es un país pobre, con un mercado interno muy pequeño y lo más grave de todo: escasas oportunidades de cambiar esa situación. Mad Max is coming.


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