Un día indeterminado de principios de la década de los ochenta, una caricatura de Le Monde sintetizaba una realidad política en dos países muy distintos. Una masa de civiles protestaba vehementemente frente a dos casas de gobierno que los flanqueaban desde las alturas. En el balcón de una de ellas, Pinochet pensaba: “Malditos comunistas”; en la acera opuesta el general Jaruzelski, mirando la misma escena decía para sus adentros: “Malditos fascistas”. Eran los tiempos que corrían, libertarios y algo ingenuos sin duda. Pero nos dieron al menos la satisfacción de ver caer a los milicos sureños y a casi todo el socialismo real. Acaso más importante que el fondo, era la forma.

Por primera vez la crueldad de Pinochet se paralizaba y buscaba alguna vía de legitimación que a la postre lo desalojaría de La Moneda y un electricista carismático, católico y de torpe hablar iniciaba un movimiento aluvional desde las entrañas del paraíso socialista, todo ello con un costo en vidas, torturas y prisiones que, comparado con las décadas anteriores, era sustancialmente menor. La civilidad volvía a tomar la iniciativa. “Strange days indeed” (tiempos raros sin duda), cantaba John Lennon.

Treinta años después el cine mostraría esta época en dos películas que no está mal revisar esta semana. Una de ellas es Walesa, la esperanza de un pueblo de Andrzej Wajda. El filme completaba una trilogía virtual que el viejo maestro había comenzado en 1976 con El hombre de mármol y continuado en 1981 con El hombre de hierro. Fino olfato el del cineasta más prestigioso de Polonia (mimado por el régimen además), que había comenzado a advertir tempranamente que el hielo se resquebrajaba (las primeras manifestaciones habían comenzado en 1970).

En las tres cintas, la última ya en libertad, Wajda dio cuenta de lo imposible: cómo el drama personal de un hombre enfrentado al sistema escalaba hasta involucrar a toda una sociedad, gracias a un líder cuya biografía se narraba en la tercera. Entre esas cuatro décadas no solo el país había sufrido un cambio radical, sino que además un imperio había caído y lo impensable para el mártir marmóreo de1977 o el hombre de hierro de1981 había ocurrido.

La película se organizaba en flashbacks en torno a un reportaje legendario: el que Oriana Fallacci le hacía al sindicalista en marzo de 1981, pretexto para revisar su vida, sus concepciones, sus pequeñeces y su sentido del momento. Era un filme de madurez, de alguien que narraba, con satisfacción histórica, cómo lo impensable había ocurrido y un imperio se había derrumbado frente a sus ojos.

El segundo ejemplo es el largometraje chileno No, ambientado en los momentos del plebiscito de 1988 con el que el viejo dictador buscaba legitimarse y permitía un barniz democrático al darle a la oposición tiempo televisivo en el cual expresarse. La historia es conocida, el plebiscito lo perdió el hachedepe y dos años después había elecciones. Por eso el ángulo interesante de la película no era el desenlace sino el proceso. ¿Por qué votar en un país oprimido? ¿Qué mensaje enviar que no fuera uno de tristeza y rabia por el pasado? La cinta era la historia del publicista que inventaba un país posible y lo vendía como fórmula para ganar. Un dispositivo de imaginación política bajo el ropaje del mercadeo. Y por supuesto, la operación funcionaba y la grandeza del filme estaba en esa argucia. Una dictadura se consolida cuando los ciudadanos dejan, no de recordar el país que les arrebataron, sino de imaginar un país mejor. Y vaya si son mejores la Polonia o el Chile de hoy.

Por eso las dos producciones vienen a cuento, porque más allá de sus similitudes aparentes –la lucha contra un poder omnímodo y al parecer invencible, la aparente imposibilidad de ganar cuando el gobierno juega con cartas marcadas, el riesgo individual de tomar el cielo por asalto, la apuesta contra lo esperado– ambas narraban dos victorias contundentes, pero más importante, ponían de relieve la necesidad última de actuar en contra del consejo gris y manido de no hacer nada, para dibujar una realidad distinta, amigable, solo explicable años después a la luz del resultado pero difícil de divisar en el momento de los hechos narrados.

Estos dos ejemplos –sin duda hay otros, acaso mejores– muestran como a una dictadura no se le puede, no se le debe regalar un solo milímetro, por inverosímil o simbólico que ese espacio parezca. Las dictaduras caen de muchas maneras: derrumbe, implosión o negociación, pero hay un paradigma que arropa todos estos desenlaces.

Las dictaduras caen porque la sensatez, más temprano que tarde, puede más que la soberbia de un puñado de uniformados.


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