El presidente colombiano en marzo de este año se pronunció sobre los aportes extranjeros a su campaña electoral, aportes que están prohibidos por ley en el vecino país, y los calificó de “infracción”, mas no de “soborno”. Todo ello en relación con los pagos que la empresa brasileña Odebrecht habría hecho a aquellos adláteres que se ocupaban, en su momento, del recabar los fondos destinados a asegurarle una victoria electoral al actual presidente en las elecciones del año 2010.

Santos fue más lejos y pidió públicamente disculpas diciendo: “Lamento profundamente y pido excusas a los colombianos por este hecho bochornoso que nunca ha debido suceder y del que me acabo de enterar”. Con ello quedaría lavada su conciencia frente a la ciudadanía.

Esta semana que finaliza el diario El Mundo en Madrid publicaba en primera página de su impreso una noticia que decía que los directivos de la empresa estatal española Canal Isabel II inflaron y amañaron contratos en Colombia de su filial Triple A y desviaron fondos para la campaña del presidente y del alcalde de Barranquilla. Los montos en cuestión habrían ascendido a 75 millones de pesos en el año 2010, unos 41.000 dólares en moneda dura del momento.

Las fuentes aseguran que Triple A fraccionó el destino de los montos invertidos en la campaña en varias personas de manera que estas hicieran donaciones individuales más pequeñas para no llamar la atención.

Mientras esta investigación avanza en España y en Colombia cabe preguntarse acerca de los criterios de moralidad que envuelven las actuaciones de los candidatos presidenciales, si realmente irregularidades de este género, al ser descubiertas, pueden ser calificadas de faltas, mas no de delitos.

¿Cuales son los montos a partir de los cuales el pecado se convierte de venial en mortal? ¿Puede una persona que aspira a la más alta investidura de un país escudarse en argumentos de este nivel de simplismo para que a su alrededor se fragüen operaciones que, a todas luces, están llamadas a transgredir las normativas en temas tan sensibles como el soborno, las coimas, el cohecho o la corrupción pura y simple? ¿No existe dentro de su inmediato entorno la obligación de examinar escrupulosamente cada operación ligada a la campaña para que no exista vestigio alguno de una operación torcida que en el futuro descalifique su gestión?

Si esta laxitud se aplica temas de esta trascendencia es necesario imaginarse que todo lo atinente a las funciones del manejo del Estado está igualmente permeado de un relajamiento pernicioso de las funciones que se le otorgan a un presidente.

El tema pica y se extiende. La Fiscalía Anticorrupción española y la del sector de Colombia que han conocido el caso llevan adelante sendas investigaciones para determinar el grado de alcance de los hechos, pero el tema aún queda por ser espulgado antes de que se determinen responsabilidades y se impongan sanciones.

Si realmente Juan Manuel Santos ha sido “tomado por inocente” le corresponde, sin darle más vueltas, invertirse a fondo en establecer la verdad y en aplicar severos castigos a los perpetradores no de las “faltas” sino de los “delitos”.

Esa satisfacción, al menos, merecen los ciudadanos colombianos que con su voto lo colocaron en a Casa de Nariño por dos veces consecutivas.


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