Venezuela constituye un hervidero constante de acontecimientos. Día tras día, una noticia sucede a la otra, y no tenemos tiempo siquiera de asimilarlo. Lo peor del caso es que cada vez se hace más complejo priorizar la magnitud de los eventos. Qué es importante y qué no lo es en el medio de la temida crisis humanitaria.

Creemos, sin embargo, que uno de los temas más recurrentes en los últimos meses es el de la migración de venezolanos. El éxodo de millones de seres humanos que por distintas razones y realidades han tenido que movilizarse fuera de Venezuela.

No es nuestra intención analizar las causas de este fenómeno, ni mucho menos escudriñarlo con la precisión de un cirujano. A grandes rasgos en otros espacios hemos dicho que el tema migratorio en el caso venezolano no puede verse como un hecho aislado. Por el contrario, debiera enmarcarse dentro de los principios del derecho internacional para los refugiados, y abordar el asunto en consecuencia.

Ahora bien, la premisa central de este artículo es otra. Como consecuencia del desplazamiento masivo de venezolanos a otras latitudes, hemos escuchado de forma recurrente que solo se están quedando en el país los peores, los menos aptos, aquellos que, por una circunstancia u otra, padecen una suerte de condena que los impide alcanzar la modernidad y el desarrollo por el solo hecho de vivir en Venezuela, mientras que aquellos que se encuentran afuera, gracias al hecho propio de vivir en sociedades más funcionales, tienen gran parte del camino andado para lograr alcanzar un mínimo de dignidad que requiere todo ser humano.

No hay discusión en cuanto al hecho de que la fuga de talento en Venezuela obedece a diversos incentivos, y que como consecuencia de ello el país haya perdido capital humano. Al mismo tiempo, sin embargo, no comparto la premisa de que como consecuencia de esa pérdida de capital humano Venezuela esté únicamente habitada por seres con capacidades inferiores condenados irremediablemente al menosprecio.

Sí. Hoy Venezuela está sometida a las premisas de una sociedad cerrada y difícilmente pueda existir un país en el hemisferio occidental que detente tal nivel de destrucción, digno de una guerra, como consecuencia de la aplicación pura y simple de un programa de gobierno que se resume en las ideas de planificación centralizada y control de la vida humana a través del Estado.

A pesar de toda la tragedia que vive el país, en Venezuela todavía existen personas preparadas dispuestas a mantenerse en pie y seguir luchando en sus respectivas esferas vitales. Si bien a medida que se agudiza la crisis humanitaria, el éxodo pudiera seguir captando estos talentos, mientras permanezcan en Venezuela deben seguir siendo motivados y alimentados a seguir adelante. No se trata simplemente de relatar consignas de autoayuda, ni mucho menos ver como una virtud los padecimientos que a diario sortean los que todavía hacen vida en el país. Nada más peligroso que ensalzar como virtud el aguante que puede tener un hombre ante la degradación totalitaria.

Sin embargo, no todo el mundo puede irse de Venezuela, aun y cuando su población cada día esté más diezmada. Miles de razones pueden ser esgrimidas, propias del orden espontáneo de la interacción humana. Lo cierto del caso es que ya suficientemente compleja y amarga es la vida en el país para que, en adición a ello, se tenga que cargar también con el fardo de una suerte de capitis diminutio por el solo hecho de habitar en nuestra convulsa geografía. Al contrario, no quiero abandonar mi creencia de que a pesar de todo, incluso en estas circunstancias extremas, es posible encontrar algunos de los mejores en Venezuela.


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