«La nave de los locos», por Jheronimus Bosch, El Bosco. Fragmento

Muy tempranamente comencé a darme cuenta de los excesos de los seres humanos. Desproporciones y chifladuras que identificaba a cada rato en la cotidianidad de mi niñez. Unos comportamientos extraños, unas palabras destempladas, unas conductas fuera de toda lógica entre las personas adultas, unos arrebatos en la gente mayor como llevados por una honda tristeza o por una furia desmedida o quién sabe, diosas y dioses, por qué motivo; con unas costumbres rayanas en lo absurdo y unas acciones apartadas de todo sentido común con la consecuente generación de sucesos descabellados, infortunados. Una desmesura. Una naturalización de la violencia como si tal cosa. Sí, una tendencia cada vez más acentuada hacia el disparate y la violencia. Nada nuevo, por lo que me revelaba entonces un libro regalado por papá: El elogio de la locura, escrito por Erasmo de Róterdam por allá por el 1511. Madres y padres saben lo que hacen y si no, lo intuyen.

En algunos casos más y en otros menos, las culturas familiares se han ocupado de otorgarnos una cordura suficiente como para sopesar y alcanzar cierta ecuanimidad, cierta asertividad, ciertos criterios, algunos valores intransferibles y unas acciones en consecuencia. Las culturas familiares han tendido y tienden todavía hoy a imprimirnos -entre la leche y el pan y el vino, los amores y los juegos- nociones de civilidad que luego se refuerzan durante la escolaridad, en donde se nos insiste sobre la importancia de prepararse, estudiar para ser mejores personas con la certeza de que el futuro será mejor. ¡Ah, el futuro! Unos más y otros menos, nos levantamos entonces con la convicción cotidiana de que siempre será mejor, de que siempre seremos mejores. Y uno sale volando desde los nidos hogareños con esas certidumbres y algunas cuantas más y, por supuesto, con mucha gratitud.

Siendo todavía un adolescente como de quince años, un día me fui hasta Lídice donde teníamos un estudio de grabación lleno de cachivaches y aparatos sonoros desde donde producíamos unos programas radiales insólitos. Porque era insólito generar algo hermoso a partir de aquella corotera. Pero lo hacíamos, y aquello nos provocaba alegrías frecuentes. Era tal el desorden que tenía allí mi entrañable amigo Jesús Blanco que, en lugar de un bombillo que anunciara que estábamos al aire, lo que decidimos poner en la puerta del estudio fue una vela que prendíamos al iniciar cada nueva grabación. Lo bautizamos como Radio Lídice, la magia de la radio. Porque en aquel estudio de Jesús lo que producíamos era de milagro, sortilegios habituales producidos durante varios años.

Pero ese día, al salir del estudio de grabación, no me fui a mi casa, sino que me fui caminando hasta el tristemente famoso Manicomio de Lídice. Los pasos de la curiosidad me llevaron hacia ese lugar que miraba de lejos y del que solo tenía algunos cuentos, muy pocas referencias. Sorprendentemente, me dejaron entrar; puse la excusa de que venía a visitar a un familiar. El desconcierto fue enorme al observar el estado de las cosas que había allí. Aquello me generó una especie de desolación. Un patio enorme con personas solitarias, una por aquí y otra por allá; pequeños grupos donde cada cual andaba en lo suyo. Personas que se movían a toda máquina; otras como sonámbulas; unas lentísimas que iban como flotando en medio de una especie de concordia suprema, todo envuelto en un enorme silencio que de pronto era estremecido por el grito de algún paciente, por los gritos despavoridos de los demás, por las risas nerviosas de quienes se arrinconaban como buscando hacerse invisibles para que los fornidos guardias y enfermeros no se los llevaran poniéndole alguna camisa de fuerza para cumplir con alguna terapia dolorosa. Volví allí varias veces hasta que confirmé mi tesis de que, en todo caso, los locos estaban afuera. No allí. Que el mundo estaba lleno de antropoides, de humanoides y que allí dentro estaban los humanos. Una cosa loca, quizás… Cosas de muchacho, digamos… Aunque Don Erasmo me reconfirmaba la teoría… Cotejaba las noticias del día, en el país y en el mundo, las comparaba con lo que veía allí en ese manicomio y concluí cómo de las casas de orates y hospitales de locos habíamos derivado en el manicomio nacional, en el hospital psiquiátrico global, en la nave de los locos que alguna vez pintó el Bosco por allá después del 1490. Como una epifanía, fue tan grande aquella convicción que entonces se me ocurrió escribir un texto dramático donde pudiera mostrar que, puestos a escoger, sí, los locos están afuera. A manera de agradecimiento, quise volver a Lídice unos cuantos años más tarde para hacer una función de “El diario de un loco”, de Nikolai Gogol, dedicada a los internos y al personal sanitario, pero Caracas ya estaba hecha un hervidero imposible de transitar por gases, bombas molotov y protestas que impidieron nuestra llegada. La locura afuera.

Pero siendo ya joven, yo lo que quería y repetía como un loro, era ser diplomático. Como José Alberto que llevaba años virtuosos en ese oficio. Como Leonardo, uno de mis maestros más queridos, quien, siendo académico, dedicó también su atención al trabajo en la cancillería. Lo que deseaba era ser portavoz en el mundo de las maravillas de mi país, decir a voz en cuello que este es el Paraíso y el secreto mejor guardado del Caribe…

La vida me ha permitido servir de embajador cultural de Venezuela alrededor del mundo. Y la posibilidad de salir y volver al país amado, así como las noticias del día a día, nacionales e internacionales, me han vuelto a confirmar la tesis de mi niñez: los locos están afuera. Porque si no ¿cómo es posible que hoy, siglo XXI del tercer milenio, sigamos siendo embaucados y empujados por unos cuantos orates que encabezan gobiernos con acceso a botones y mecanismos para aniquilar? ¿Cómo es posible caer ante las trampas edulcoradas de gente que nos lleva embelesados en medio de la alienación? ¿Qué es eso de vivir para trabajar y no trabajar para vivir? ¿Cómo es que seguimos rindiéndole culto a la violencia sabiendo que es un fracaso en cualquiera de las formas en que se manifieste, como escribió Sartre? ¿Hasta cuándo será la monserga dualista e inservible a estas alturas de calibrar políticamente solo en términos de izquierda y derecha? ¿Cómo seguimos siendo seducidos por los cantos del individualismo y la inflación de los egos? ¿Por qué seguimos tratando al otro, miembro de equipo, como si fuera un competidor y no un compañero? ¿Cómo se ha extinguido el sentido común? ¿Cómo somos capaces de repetir comportamientos propios de una historia de veintiún siglos llenos de disparate y violencia? ¿Cuánto más toleraremos la naturalización de la violencia? ¿Cómo es que todavía somos capaces de generar torpezas afectivas hasta en la intimidad? ¿A dónde se ha marchado la ternura? ¿Cómo se siguen esfumando el amor y el juego como fundamentos olvidados de lo humano desde el patriarcado a la democracia, como nos lo recordara en su momento el maestro Humberto Maturana? ¿Cuándo internalizaremos las acciones tendientes a fomentar y privilegiar unas vidas dignas más acordes con la naturaleza toda? ¿Será cándido y atemporal este cuestionario o seguimos tropezándonos y cayendo ante las mismas piedras hasta enamorarnos de ellas?

Nos enseñaron a repetir, es hora de pensar, encontré escrito hace años en un grafiti sobre una pared en Lídice. Es tiempo de sentir, de sentipensar, digo yo. Y digo también que no es verdad que sean orates quienes encabezan algunos de los gobiernos de nuestro mundo. No. Esa condición de insania les libraría de las responsabilidades de sus actos infames. No son más que gente común y corriente, como usted y como yo. Pero no son personas humanas, profesor, como me dijo alguna vez una ilustre campesina en un pueblito del Guárico. Por cierto, único lugar de nuestro llano donde Los Negros Kimbánganos de Lezama todavía celebran a San Juan con tambor ¡que viva la música!


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