La palabra espectador proviene de la raíz latina specto, que significa viendo. En lengua castellana, el término spectator traduce sentarse a ver, en el sentido de limitarse, de manera receptiva o pasiva, a espectar, es decir, a esperar, a contemplar, que un determinado hilo o entretejido de acciones y acontecimientos lleguen a su desenlace final. El specto es, en todo caso, un specio, el espejo en el que se ve quien especta, el espectador. Pero, y como sucede con todo espejo, a consecuencia de la reflexión, las imágenes se desdoblan e invierten. Entonces, a partir de ese instante, el sujeto que se limita a ver –y no a mirar– se convierte en el objeto de la acción de lo que especta, mientras que el objeto que se especta se convierte en el sujeto de la inacción del espectador. Ahora habrá que sentarse a ver. ¡Todo está en las manos del objeto! Y así, como por arte de magia, de entidad activa, el sujeto deviene objeto. Se ha sentado a ver y a esperar. Él es el lado pasivo de la relación. Su función consiste en cruzar los dedos, elevar una oración y, pleno de temores, esperar. Porque quien specta necesariamente espera. Está cargado de esperanza pero, por eso mismo, de miedo.

Hay espectadores en un número probablemente indeterminado, y quizá por eso improbablemente finito, a pesar de ser la más fiel y cabal expresión de la temerosa y atribulada finitud. Existe todo un sentido común espectador, del espectador y para el espectador. Además, los espectadores se han hecho especialistas y han creado los más variados gremios, con las más variadas técnicas. Es, sin duda, la empresa más rentable del presente: ¡hope, hope! Los hay políticos y los hay economistas. Los hay médicos, juristas y periodistas. Los hay poetas y hasta los hay filósofos. Bastará con algunos escuetos ejemplos para confirmar semejante aseveración. Tres glorias de la locución deportiva venezolana fueron –pues muy desafortunadamente, para quienes tuvieron el privilegio de escucharles, ya han pasado a mejor vida– auténticos profesionales, maestros de la expectación.

El primero fue el gran Miguel Thodée, narrador de los más grandes torneos de boxeo mundial de los que se tenga memoria en la historia contemporánea. Su “pega Betulio, pega Betulio, vuelve a pegar Betulio. ¡Señores, buenas noches, se cayó Betulio!”, es una de las más elaboradas y finas piezas que dan cuerpo y consistencia al metalenguaje de la cultura espectadora. Tanto como el segundo, don Carlitos González, ese inseparable Sancho del Hidalgo Delio Amado León, el genio del “sin que me quede nada por dentro” con el cual la tautología –v.g., cuando no se gana un juego es porque se ha perdido– llegó a convertirse en una auténtica institución nacional. Pero resulta imposible, al recordar estas dos grandes figuras de la experiencia de la certeza sensible criolla, no mencionar al tercero, a quien quizá fuera el más grande exponente del noble oficio de los espectadores deportivos en el país: don Beto Perdomo. Tenía el finado Perdomo –¡Dios lo tenga en la gloria!– un tino especial para descifrar los lanzamientos del pitcher casi al unísono con el umpire. Su sofisticada técnica consistía en hacer dudar de la efectividad de la eventual alegría, extendiendo la letra s entre sus dientes hasta que el árbitro alzara, o no, el brazo: “eesss..ssss..trike!”. Fue, al igual que sus dos predecesores, todo un auténtico profesional de la expectación. Verdaderos sembradores de esperanza. Como bien ha indicado el presidente Guaidó, la esperanza llegó para no morir.

“Nada que cause impotencia puede ser atribuido a la libertad”, decía Spinoza, autor de la mejor, la más completa y concreta, definición que se haya hecho del sentido y significado de la expectación: “La esperanza es una alegría inconstante, que brota de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo”. Copartícipe de una cada vez más inevitable irreversibilidad destructiva, relativa al temor y a la esperanza sembrados por ella misma en el centro del propio tiempo, la humanidad, al parecer, se halla situada al borde de un abismo, profundo y negro, que no logra descifrar, porque ha decidido desechar nada menos que lo que la constituye como humanidad: el pensamiento. El apocalipsis, más que una ideología, se ha hecho doctrina firme y sistemática. No hay salidas. El temor se impone. Y, por supuesto, dada la amarga circunstancia, hay quienes, aprovechando la ocasión, gustan vender espejos y piedrecillas de colores. La autoayuda se ha transformado, en este sentido, en un provechoso y muy jugoso negocio de y para los afanados expectantes. Pero se impone la honestidad por encima de la decadencia de los business. Es necesario dejar de vender esperanzas para comenzar a sembrar confianza en la infinita capacidad humana de hacer y pensar.

Es una prioridad, un imperativo, como diría el viejo Kant, tomar conciencia plena de que no hay esperanza sin miedo ni miedo sin esperanza, porque quien vive rindiendo tributos a la esperanza y, dudoso de la confianza en sí mismo, se aferra a ella, especta, es decir, espera que sea el espejo de su propia imagen puesta y extrañada –¡esa positividad del mundo!– la que tome las decisiones oportunamente y resuelva por él. Y mientras está pendiente de la espera, de su expectación, no podrá evitar sentir el temor de que lo que espera que suceda no suceda. Porque quien tiene miedo, quien duda de la realización de sus objetivos, imaginará siempre algo que sea capaz de excluir la presencia de lo que teme, y se sentirá transitoriamente alegre y hasta emocionado: se sentirá esperanzado de que lo que teme no suceda. Como dice el adagio, “cuando el sabio señala la luna el tonto se fija en el dedo”.

Ha llegado el momento de la honestidad moral e intelectual, el momento histórico de la libre voluntad, de la necesidad de iniciar el proceso de la desmistificación. La fuerza no “acompaña” a nadie: o está o no está sembrado en el espíritu de las gentes. Desechar las ilusiones no es una opción. Pensar es actuar. Sin pensamiento, sin convicciones, sin confianza firme en las propias potencialidades y capacidades, el cambio no será. Las fuerzas del mal lo saben. Es menester remontar la cuesta y actuar. El pensamiento no puede ser sustituido ni por consignas ni por jingles. Ver no es mirar. La mirada transparente, profunda y aguda de Minerva levanta su vuelo al caer la noche.

@jrherreraucv


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