Dibujamos una línea ondulada con pequeñas crestas agudas y tenemos el signo simbólico del agua y al hacerlo obtenemos los tres campos de su actividad. Es fuente de vida, limpia casas, cuerpos, perversidades humanas; se ajusta a todas las formas que encuentra a su paso y es centro de regeneración. Nos hundimos en ella y es como si nos adentráramos en la muerte, pero al emerger es como si volviéramos a la vida. Renacemos. Revivimos. El agua es un elemento ambivalente como el fuego, el aire, el sol o la tierra: contienen la vida, pero arrastran consigo las asperezas de la muerte. En el agua viaja la destrucción, la devastación y el exterminio cuando el río se desborda y sepulta bajo el lodo a los que viven en las riberas o cuando la  gigantesca ola del tsunami arrasa haciendas y ciudades o hunde en el mar al portentoso navío Poseidón, 2006, suerte de nuevo super-Titanic, en el filme de Wolfgang Petersen.

Pero emergemos. Nos bañamos y el cuerpo obtiene pulcritud, higiene y absorbemos oxígeno. El bautismo cristiano consagra el agua y Cristo entra en el ser que es bautizado y satura de fe y consuelo el alma del niño o el corazón del adulto porque el agua al ser bendecida cruza la línea casi imperceptible que separa lo divino de lo terrenal. ¡El milagro del agua es que no tiene forma! Asume la de lo que va encontrando a su paso, adopta la forma del receptáculo que la contiene. Nada la detiene porque se ajusta, se amolda, reduce su forma, envuelve la roca, lo que es sólido y sigue su curso sereno o impetuoso, benéfico o mortal y cuando cae del cielo purifica y fertiliza, pero también para causar deslave y desolación. La ausencia de forma permite que acepte cualquier calificativo. Por eso, hay aguas claras y corrientes, las hay estancadas; dulces y saladas, profundas y misteriosas; tempestuosas y aterradoras. Las hay que caen del cielo y las hay que surcan y navegan sobre la tierra, y la ciencia establece que la vida provino del agua y por eso se la compara con la madre que nos da la vida.

No nos bañamos dos veces en el mismo río de Heráclito, es una frase célebre que alude también a la circunstancia de que el cauce, el caudal, el recorrido de sus aguas ya no son los mismos.

Mi hija Valentina vive en Los Ángeles, California. Con Juan Delcán, su esposo, me llevó a conocer a dos horas en automóvil el desierto Joshua Tree, llamado así porque es el nombre de un raro árbol, y pasamos el día y pernoctamos en una bella casa a lo mexicana alquilada solo por ese día. Una casita preciosa con agua, luz, televisión y muebles de buen diseño.

A cierta distancia pueden verse las luces del pueblo: un supermercado, la farmacia, la sala de cine, el bar restaurante. El escenario de un pueblo del Oeste abandonado por Hollywood donde se filmaron películas western. Más lejos, se ven las luces de un aeropuerto. En la zona propiamente desértica, algunas casas dispersas.

¡Ningún burócrata vive en el desierto! Allí solo viven, creo yo, artistas, poetas, escultores o gente algo excéntrica. Me maravilló ver una familia de coyotes pasar frente a la casa y yo sentado en el porche admirando una espléndida y rica vegetación xerófila y palpando una soledad luminosa y luego, la nobleza de una noche encantada llena de millares de estrellas.

Lawrence adoraba el desierto porque era limpio. Pude constatarlo en el Joshua Tree. Allí no existe el detritus humano, pero tampoco la incontrolable presencia humana arrastrando ruidos, vocerío, gestos atravesados o aires benévolos y compasivos, indulgentes.

Pero, me pregunto: ¿qué desierto es ese con agua fría y caliente, luz eléctrica y una noche más transfigurada que la del sexteto de cuerdas que compuso en 1899 Arnold Schönberg? El desierto permanece asociado a la inclemencia del sol, a la arena y a las dunas interminables como las olas del mar, siempre iguales a sí mismas; la sed, la agonía del cansancio. La tormenta de arena; la víctima humana que avanza a pie despojándose de todo peso hasta derrumbarse y encontrar la muerte. Solo los nómadas, Peter O’Toole (como Thomas Edward Lawrence) y Omar Sharif (que lo hicieron en 1962 llevados de la mano de David Lean en Lawrence de Arabia), se aventuran en el Sahara. Los nómadas, en el verdadero desierto; Sharif y O’Toole en el de la ficción cinematográfica angloamericana.

Lo asombroso es que yo creo vivir en Caracas, pero la verdad es que vivo en una desértica inclemencia porque desde hace varios años llega agua a mi casa solo dos días a la semana. Y me enerva la insólita frecuencia con que se va la luz eléctrica en todo el país, los apagones que se suceden arrastrando los nombres de varios culpables de que ellos ocurran: el primero, es el imperialismo y la acción boicoteadora de Marco Rubio, enemigo de la pureza del socialismo bolivariano. Lo dijo Jorge Rodríguez, un chavista fanático. Rubio, al parecer, vive en Washington y no hay forma de intervenir desde lejos en nuestros complicados mecanismos hidroeléctricos.

El otro culpable de la catástrofe causada por los apagones ha resultado ser la negligencia del régimen militar, la ausencia de un adecuado y sostenido mantenimiento de las turbinas o como se llamen los procedimientos que generan la electricidad. Oí decir que se adjudicaron 140 millones de dólares para resolver cualquier emergencia hidroeléctrica.

El agua tiende a evaporarse, pero se condensa en las nubes y retorna a la tierra como elemento fecundante. Por eso el agua puede sostener la doble virtud de ser acuática y celeste. Pero los dólares en el régimen bolivariano jamás van a regresar de los paraísos financieros donde se ocultan y reposan con la inocencia del agua de un estanque perfumado con flores y peces de colores.


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