A lo largo de cien páginas, Gilbert Keith Chesterton persigue a William Blake. El escurridizo, incontenible y multidimensional Blake se le escapa, gira de modo imprevisto, hace fintas, cambia de fisonomía, siembra el camino de trampas, pero Chesterton (1874-1936) no se da por vencido. Va tras él, como si William Blake fuese su causa. Una obsesión irrenunciable: objetivo autoimpuesto que no admite tregua, que le obliga ir hasta el final.

Pintor, poeta y grabador, William Blake (1757-1827) fue un hombre de imaginación indómita y exuberante, al tiempo que un observador de firme lógica. Creció como cualquier otro integrante de la pequeña burguesía inglesa. Pero, así lo sugiere Chesterton, es probable que nadie se haya percatado del universo que bullía en él. Se configuró como un hombre conectado a lo sobrenatural, una especie de testigo de un campo de fuerzas que solo él podía relatar. Chesterton lo resume así: “Ha habido testigos de lo sobrenatural más convincentes, pero creo que jamás hubo uno más sereno”. No era fervoroso, se alejaba de la superficialidad, era ajeno a lo obvio. Su frialdad desconcertaba. Su misticismo no estaba reñido con lo práctico: era impaciente, irascible. Se ofendía. “Su cabeza era en efecto una bala: una bala explosiva”.

Su primer libro de poemas, Canciones de inocencia y de experiencia, de sonoridad clásica, contiene poemas de inusual perfección. Aprendió de un modesto grabador el oficio que elevaría a un nivel extraordinario de ejecución. “Nadie que no se haya dado cuenta de que William Blake era un fanático de la firmeza del trazo está en condiciones de entender sus cuadros ni las distintas alusiones de sus epigramas, sátiras y críticas artísticas”.

No bajaba su cabeza ante los poderosos, a los que podía tratar con abierto desdén. Compuso sátiras que anticipaban lo que todavía no había ocurrido: el surgimiento del impresionismo. Guardaba una profunda relación con lo irrevocable. No retrocedía. Chesterton anota: sus yerros no provienen de la vaguedad sino del énfasis, de sus modos tajantes. Opinaba de forma tajante, agresiva. Se exponía a riesgos cuya envergadura desconocía. Cuando le compara con su maestro dice: “Era más duro que su maestro porque estaba más loco”. Sus ataques de ira le condujeron a situaciones que desconocían la gratitud y la decencia.

Producto de una riña con un soldado, en 1803 fue encausado: una falsa acusación, de que había maldecido al rey, lo llevó al tribunal. La intervención de un aristócrata le salvó de la cárcel. Blake sobrevivía en la pobreza. Imprevisible, tarde o temprano batallaba con los hombres que compraban sus obras. Uno de esos litigantes describió a Blake como “una mezcla de serpiente y paloma”.

Contra la conformidad

No una biografía al uso: a Chesterton le interesa lo narrable para profundizar en el más hondo sustrato del hombre. Avanza hacia los territorios de la psique, de la fe, de la fecundidad artística, del lugar insondable donde la locura se hace indistinguible del impulso creativo. Es el mismo Chesterton el que devela las dificultades, la condición inaprensible de Blake. Cuando le resulta necesario, realiza algunos brillantes excursos, como el que dedica a la oposición entre artista universal y artista especializado (para Chesterton, el especializado vive bajo el peligro de convertirse en un snob: “El experto no escapa jamás a su tiempo: solo se expone a sus más mezquinas y obvias influencias. El especialista no evita tener prejuicios, más bien se especializa en los prejuicios más banales y torpes”).

Como Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y Dante Miguel Rossetti, Blake fue uno de esos hombres con una comprensión fuera de lo común, de sus temas y de las exigencias de la pintura. Acertaba y se equivocaba. Chesterton sostiene esta idea: la anarquía de Blake estaba en relación con su ingenuidad. En alguna parte de su corazón, algo se conservaba en estado de pureza. “Como crítico de arte jamás afirmó cosa alguna que no fuera consistente con sus principios. En sus controversias, entre el veneno y la ira florecen los argumentos. Como todos los grandes místicos era un gran racionalista”.

Copiaré a continuación un largo fragmento, para introducir aquí el debate sobre la locura de Blake: “Cuando Blake vivía en Felpham, los ángeles parecían revolotear entre los árboles de Sussex con tanta naturalidad como los pájaros. Los patriarcas hebreos caminaban con el mismo desparpajo con que alguna vez lo hicieron por el desierto. Algunos se contentarán con decir que esa simple profusión de milagros permite reconocer en este hombre a un loco o a un mentiroso, pero este atajo, propio de un escepticismo dogmático, no se halla muy lejos de la temeridad (…) Decir que alguien está loco porque ha visto fantasmas es, literalmente un modo de persecución religiosa. Implica negar su dignidad de ciudadano, no solo porque no encaja en la teoría que uno tiene del cosmos”.

La faena de Chesterton consiste menos en defender a Blake como rebatir a los dogmáticos: pronunciarse ante lo desconocido es inaceptable. Hay anécdotas no confirmadas que afirman que Blake le propuso a su esposa vivir desnudos, como Adán y Eva. Pero lo que sí es verificable es que en alguno de los Libros Proféticos incluyó la voz de un loco: elección que sugiere su plena comprensión de la interrogante que lo acechaba. Tener una visión enloquecida de la realidad no autoriza, de forma automática, a diagnosticar la locura.

Con el articulado sentido del humor de Blake ocurría esto: desaparecía de pronto. En la irregularidad de la escritura también podría haber un indicio: lo hacía muy bien o muy mal. Chesterton formula la pregunta esos posibles puntos ciegos en el funcionamiento del cerebro. Y responde: “Creo firmemente que lo que hirió el cerebro de Blake fue la autenticidad de sus comunicaciones espirituales”. Sus poemas “inspirados” resultaban inconsistentes. A quienes dicen que sus visiones eran falsas porque Blake estaba loco, Chesterton refuta: porque eran verdaderas, su mente fue afectada.

En Blake convivían las tres fuerzas predominantes de la tradición europea: era cristiano, romano y un hombre de los bosques. Un puente entre el cristianismo y el paganismo. Al lado de Browning o de James, Blake es más simple y más impenetrable, a la vez. Hasta su muerte se mantuvo en el núcleo mismo del debate místico: debate entre lo que ves y lo que crees.

Los otros temperamentos

Todavía no he dicho que el ensayo sobre William Blake lo he leído en la cuidada edición de Temperamentos. Ensayos sobre artistas, escritores y místicos (Jus Libreros y Editores, México, 2017), que incluye otros ocho perfiles: Lord Byron, Charlotte Bronte, William Morris, Robert Louis Stevenson, Carlos II de Inglaterra, Francisco de Asís, Girolamo Savoranola y Lev Tolstói.

Estos, a diferencia del ensayo sobre Blake, son piezas breves, pequeñas parcelas en las que su pensamiento increpador hace sentir la elegancia de su látigo (“Es extraño que la gente encuentre inspiración en las ruinas de una antigua iglesia y no en las ruinas de un hombre”, dice en el ensayo sobre su admirado Stevenson); su irrenunciable genio para las paradojas (“la vanidad es una voz que surge del abismo”, dictamina en el dedicado a Byron); su inmensa capacidad para la comparación ilustrativa y elocuente (en el ensayo sobre Tolstói escribe: “Ibsen retorna a la naturaleza a través de la angulosa superficie de los hechos; Maeterlink, a través de las tendencias eternas de la narración. Whitman vuelve a la naturaleza viendo cuánto puede aceptar; Tolstói, cuánto puede rechazar”).

Entre los grandes ensayistas de los dos últimos siglos, quizás no haya otro que recompense tanto al lector con el virtuosismo de su prosa. Chesterton es el gran maestro de la presencia: se le siente allí, vivo y generoso, escenificando el oficio de pensar. Cautiva porque su menú no se agota: al fustigador le sigue el comentarista erudito, al analista que describe una época le continúa el autor de aforismos que caen como rayos sobre sus objetivos. Su prosa es de oleajes, rápidas lenguas de aguas que, al chocar con las rocas, salpican ideas hacia todas partes.

Chesterton fue un corazón ardiente, cultísimo, un irreversible católico. Su disposición a la polémica es admirable: atacaba apuntando al meollo de las cosas que adversaba, defendía su plaza con eficacia estratégica. Se exigía: la especificidad de las personas y los fenómenos lo cautivaba. Indagación profunda en la especificidad: de ello tratan estos temperamentos, de la singularidad inherente a cada ser humano.

Temperamentos. Ensayos sobre artistas, escritores y místicos. Gilbert Keith Chesterton. Traducción: Juan Antonio Montiel y Natalia Babarovic. Jus Libreros y Editores, México, 2017.


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