En esta época de la civilización occidental de progreso material, abundamiento de cifras para el optimismo macroeconómico y superación de la estadística del bien, nos cuestionamos si los números del crecimiento se igualarán al progreso en el orden moral como aspiraban los enciclopedistas, o a una elevación del criterio político. En medio de nuestros gadgets y apps de toda factura, la pregunta es si tenemos en el mundo una mejor y más sólida democracia. El concepto de mayor importancia de la modernidad ha sido la libertad. Quienes mejor la han conquistado son los ingleses con su sistema evolutivo calculado desde el individualismo enfrentado al poder del Estado. Quienes peor la obtuvieron fueron los revolucionarios, desde Maximiliano Robespierre hasta Ernesto Guevara porque erigieron la tabula rasa de acabar con todo alabando las cabezas amontonadas por la guillotina o las balas del paredón. La revolución es una tomadura de pelo con la sangre licuada para los anuarios estadísticos. Solo la libertad salva junto con la democracia liberal, el capitalismo y el libre mercado planetario.

Nada hay que darlo por sentado. La libertad hay que protegerla a diario, cuidarla de sus enemigos y ponerla a salvo de sus verdugos. En los años noventa, en medio de la deposición de aquel aquelarre colectivista de la inepta igualdad soviética en la miseria, Occidente entró en la fiesta delirante del libre mercado. Todos bailamos al son del fin de la historia con nuestro diyéi Francis Fukuyama, y a los aguafiestas de la entrada que nos daban sus tarjetas del choque de civilizaciones les respondíamos que jamás estaríamos atrapados en la historia ya que, como nunca, nos habíamos dado cuenta del triunfo del Estado liberal, universal y homogéneo. Nunca como en esa época hubo tanto engaño y optimismo colectivo hasta las fronteras del fraude. El mundo parecía de veras conquistado por la libertad y había despachado las ideologías a la carroza fúnebre. Pero mientras se celebraba el festejo de un mundo económicamente sin intervenciones, los socialistas se dedicaron a reagruparse. Y, entretanto, ese mundo impecable y perfecto estadounidense o europeo era apetecido por los migrantes irregulares, a la vez que el populismo de derecha decidió aventurarse a tomar el poder coincidiendo con los marxistas en su desprecio a la competencia, los mercados globalizados o la sociedad abierta. De nuevo, como sucedió al fin de la Primera Guerra Mundial, el mundo desempolvó las ideologías o apuró otras con la prisa de los nacionalismos.

La Unión Europea es el ensayo conclusivo cultural más acomodado al aprendizaje histórico de toda la historia de la humanidad. Es la síntesis civilizatoria por excelencia luego de siglos de inventario didáctico. Es volver a convocar las memorias del europeo Stefan Zweig y regresar a juntar su edad de la seguridad con la tolerancia y los buenos modales. En tiempos recientes, con el flujo incontrolado de las migraciones y la entrega de soberanía a un ente supranacional, los impacientes de siempre regresaron al marxismo o a fundar partidos políticos voluntaristas para despedazar la integración. Así surgieron el Frente Nacional de Le Pen, el Movimiento Cinco Estrellas y la Liga Norte italiana, el AfD alemán y otras organizaciones extremistas como ahora Vox en España. Y en Estados Unidos, el Partido Republicano, el partido de Abraham Lincoln ha sido expropiado por el populista respondón de Donald Trump que no cree ni en el libre mercado ni en la globalización, o en la cooperación económica internacional y lo que propone es un aislacionismo aséptico a salvo del asco migratorio entre muros supremacistas. De tener acceso a las puertas de la ley como aquel personaje de Franz Kafka, acabaría con todo contemplándose en el espejo. No cabe duda, la democracia y el liberalismo están en peligro.

Si la ensalada anterior la aderezamos con los titanes Putin, el compañerito de juegos de Trump, Xi Jiping, Erdogan, los sauditas, la teocracia chiita, la izquierda patrocinadora de pobreza y demás tiranos en constelación, tendremos que el futuro de la humanidad no se debate precisamente entre Jefferson, Von Hayek y Winston Churchill, sino que está amenazado una vez más por los conculcadores de la libertad. A eso agreguémosle el terrorismo integrista, el narcotráfico, las internacionales del crimen o la metabolización de la decente socialdemocracia en izquierda podemita como parece adelantar el PSOE requiriendo el modelo del Coletas. Ni hablar de nuestras republiquetas azotadas.

Veo mi teléfono inteligente y celebro una conquista civilizatoria. En sus instrucciones se cifra un mundo por emerger, unos comandos que como el Aleph borgiano me muestran todas las combinaciones del vertiginoso universo. Puedo llamar en instantes a indagar por el clima en Düsseldorf o mirar los precios de la carta del Park Hyatt de Tokio, como me sucedió en estos días cuando un amigo se acodaba en la barra en la que Bill Murray y Scarlett Johannson se extraviaron en un idioma imposible. Mientras mi amigo me enviaba fotos del menú, yo desde Caracas pensaba en la mundialización y en la estampida de aquel planeta lento en comunicarse. Pero también quiero creer que ese orbe cada vez más trepidante y tecnológico trae consigo mayores libertades y profundos acercamientos económicos. Y allí es donde mi dispositivo parece no darme resultados porque Siri se puso nerviosa o luce indispuesta, o porque la libertad se hace inentendible en una tecla. Y yo espero respuestas mientras la historia corre cada vez con mayor prisa.


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