Los franceses han tenido la exquisita condición de ser y aparentar finezas.

Los galos, como también se les ha reconocido en el mundo entero, se caracterizan por manifestar diligencias (e inteligencias) para crear palabras, que no lastimen sensibilidades. Tejen un discurso pleno de hermosura, pero con vocablos que fracturan rocas.

Prestemos atención a lo que nos refiere esta narrativa sociohistórica: a los franceses se les atribuye la autoría de la expresión “patente de corso”, la cual ha sido suficientemente conocida por la humanidad.

El registro etimológico que uno le puede seguir al término francés course, es que procede del latín cursus, que lo hemos castellanizado como carrera, y también empleado como corso, en el sentido de persecución y saqueo de naves realizado por civiles, autorizados, debidamente, mediante una carta (patente) por un gobierno específico contra sus potenciales enemigos en altamar.

Al lanzarse a la navegación, los corsarios (que no eran tampoco ningunos santitos) portaban tal documento oficial para presentarlo, es decir, hacerlo patente al momento de acometer sus saqueos y tropelías contra otras embarcaciones, todas ellas acciones encubiertas bajo un vergonzoso manto de presunta legalidad.

Tal vez allí radicaba la difusa diferencia teórica entre corsarios y piratas.

Los primeros tenían permisos reales concedidos, mientras que los segundos, igual de sanguinarios, actuaban, robaban, saboteaban el tráfico marino, hundían naves con la misma fiereza pero sin oficios ni licencias que los avalaran.

Corsarios y piratas cometían con ensañamiento las más crueles destrucciones, bajo el calificativo de acción de guerra contra los enemigos.

¿Qué ganaban los gobiernos con habilitar barcos corsarios? Protegían sus envíos por los océanos, gozaban del uso seguro de una armada sin que les costara nada la construcción de barcos, tampoco el reclutamiento de tripulación, ni gastos en armamentos. Los corsarios salían por su cuenta y riesgo, pero el gobernante que concedía la patente tenía derecho a parte de los beneficios obtenidos.

Llegado hasta aquí el relato, uno no resiste la tentación de conectar aquellos hechos indiscriminados, protagonizados en la edad media y bastante entrada la edad moderna, con lo que en esta hora aciaga padece Venezuela.

Resulta una abominación el modo en que el régimen, a través de empleados corsarios o funcionarios piratas, se va apoderando de los recursos, organismos, estructuras de la administración pública y privada.

Civiles y militares actúan con la misma intencionalidad y propósito. Son rapaces hasta lo insaciable.

Cuando cometen los actos de pillería exhiben, como “patente de corso”, el oficio en el que los designan para tales cargos. Actúan, desvergonzadamente, contando con el  respaldo de una camarilla o cártel de cómplices.

Se han lanzado a una especie de saqueo y voracidad total contra el erario de la nación.

Hemos escuchado con perplejidad la ominosa expresión “dando y dando” de quien está haciendo el abominable papel de “monarca de hoy”, que ha reconocido (en el propio congreso de su partido) que han fracasado como gobernantes, y ven el descalabro de su modelo político.

Nos toca inferir, sin mayores dificultades, que a corsarios y piratas, desde las alturas del poder, se les permite apropiarse de cualquier manera de un botín para sí y para la revolución. Ejemplos: Pdvsa, fincas, frigoríficos, mataderos, Agroisleña, Banesco, Avensa, La Francia, Hotel Caracas Hilton, Aceite Diana, Lácteos Los Andes, Café Fama de América, Venetur, Teatro Teresa Carreño, entre muchas otras instituciones y empresas privadas que corrieron tan trágicos destinos.

A estos corsarios y piratas tropicales, la revolución los adoctrina para que actúen en consecuencia, bajo una serie de condiciones, por cuanto son acólitos, instrumentos y agentes al servicio del régimen.

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