Hace un año, y meses más, me asaltaban náuseas del espíritu, el hipnótico estado de no tener ninguna fuerza de voluntad. Bebía tinieblas, a duras penas flotaba en el oscuro mar donde nace el dolor. Ese dolor que fluye a nuestra piel, que clama por lágrimas que mis ojos no pueden llorar. Solo pueden pulsar las notas de un ¡ay!, que como una lagartija se mueve en círculos en un desierto sin límites.

¿Por qué gritaba? ¿Por qué me identifico con el monstruo del horror? Demasiada rabia y demasiadas lágrimas abortadas. ¿Por qué Leviatán ha renacido del mar para derramar sobre nosotros las fuerzas del caos? O quizás ese repugnante cocodrilo que leo en Job, 41. 1-11: ¿Sacarás tú al leviatán con anzuelo, o con cuerdas que le eches en su lengua? ¿Multiplicará él ruegos para contigo? ¿Te hablará de lisonjas? ¿Hará pacto contigo para que lo tomes por siervo perpetuo? ¿Jugarás con él como con un pájaro, o lo atarás para tus niñas? Pon tu mano sobre él; tú recordarás de la batalla, y nunca más volverás. He aquí que la esperanza acerca de él será burlada, porque a su sola vista se desmayarán”.

La rebelión juvenil ¿nos hizo inútiles? ¿Es el hombre un ser inútil? El cielo no sabe cómo serán nuestros hijos. Creía que cada uno tiene súbitamente una visión súbita de la muerte. Leí que la diferencia entre una muerte hermosa y una muerte fea está en el ojo del que mira. Fruncir el labio superior: es eso todo lo que quiero decir. He llegado a creer que todas las formas de la vida, la iluminada por el sol o la quemada por la sombra, son una y la misma cosa.

¿Qué me dijo hoy esa montaña con su tristeza serena? Muy joven, escuché el largo lamento de Françoise Sagan que subía de su “Bonjour tristesse”. ¿El amor es la ley del amor? No sé, no lo creo. Mejor Vinicius de Moraes cuyo susurro me grita: “Tristeza não tem fim, Felicidade sim”. Tuve entonces la intuición precisa y profunda  de la fuga de todas las cosas, es la fatalidad de toda la vida, de la melancolía que se haya debajo de la piel, bajo esta onda inmóvil.  Esta es la creencia que calma. El dolor me parece un castigo, y no una misericordia, le guardo un secreto horror.

¡La vejez! Demasiadas frases bellas, hermosas, hipócritas, el engaño. Pero ¡cuán duro es envejecer cuando, contemplando, vemos llegar la muerte tan callando! Triste vivir cuando la memoria del olvido nos arroja su noche y solo hemos plantado huellas en el aire. Soportar la decadencia, el dolor en los huesos, el insomnio, la silla de ruedas es una virtud más amarga y lastimosa que pedir limosna para sobrevivir.  “En la vejez se aprende mejor a esconder los fracasos; en la juventud, a soportarlos”, enseñó el lúcido Arthur Schopenhauer. Me fascina la cruda verdad de François, duque de La Rochefoucauld: “”La vejez es un tirano que prohíbe, bajo pena de muerte, todos los placeres de juventud”.

En el tramo final de la vida voy tomando al egoísmo, no solo como natural, sino como la esencia de toda acción, del autoengaño y he descubierto las contradicciones de la psicología humana.  Por eso he clavado en aquellas memorias del olvido, no sin zozobra, estas memorables palabras de Novalis: “El mayor hechicero sería el que hechizara hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por operaciones autónomas“. ¿No sería este nuestro caso?

Hace algún tiempo repicó mi teléfono. Era la escritora Cristina Policastro, quedé sorprendido: larga laguna sin saber de ella, y me dijo: “Leí tu artículo ‘Antes del último adiós’, te han dedicado sensibles palabras, mas no comprendo esa estupefacción que relampaguea cuando se escribe sobre la muerte”. Supe que la amistad, o el tenue recuerdo de la amistad, existen. ¿Un consuelo? No lo sé, pero lo creo.

Entre siglo y siglo, intercambio correos electrónicos (¿qué diría Madame de Staël?) con mi amigo (larga duración sin tomarnos un café), José Balza, uno de nuestros más altos escritores, escribió al final de su impecable relato  titulado ER: “Sigo creyendo que aunque los científicos midan y muestren milimétricamente el instante de la separación entre vida y muerte, esa separación continúa siendo incomprensible”.

Querido José, creo que, si naciste en 1939, cumpliste  o vas a cumplir 80 años. ¡Enhorabuena! Tal vez la respuesta a tu inquietud, pueda que se halle en la película 21 gramos, en la que Paul Rivers (Sean Penn) cita este gran poema de Eugenio Montejo: “La tierra giró para acercarnos, giró sobre sí misma y en nosotros, hasta juntarnos por fin en este sueño”. Y este es el texto que escuchamos en off en la escena final de la película de Alejandro González Iñárritu: “¿Cuántas vidas vivimos? ¿Cuántas veces morimos? Dicen que todos perdemos 21 gramos en el momento exacto de la muerte. Todos. ¿Cuánto cabe en 21 gramos? ¿Cuánto se pierde? ¿Cuándo perdemos 21 gramos? ¿Cuándo se va con ellos? ¿Cuánto se gana? ¿Cuánto se gana? 21 gramos. El peso de 5 monedas de 5 centavos. El peso de un colibrí, De una chocolatina. ¿Cuánto pesaban 21 gramos?».

Ahora escribo un libro sobre Safo, es una obsesión, pero poco he caminado. Me cuesta mucho trabajo, esfuerzo, resistencia: mi espalda, mi cuerpo entero es una larga hebra de dolor físico, que no del alma, que apenas pesa 21 gramos. Pero no me detengo, me sostienen las muletas de la última estrofa de su “Oda a Afrodita”, o fragmento 1P: “Ven ahora y de amargas penas / líbrame, y otorga lo que mi alma / ver cumplido ansía, y en esta guerra / sé mi aliada”.

Ven, muerte, cuando te lo pida yo, escribió desde su tumba Miguel Hernández. Es un lento descanso. La guerra no ha terminado.


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