Cuando el país se plantea la posibilidad de un gran cambio después de un largo período de abatimiento y destrucción es posiblemente buen momento para pensar en las lecciones aprendidas o las que aún nos quedan por aprender.

Hemos aprendido, por ejemplo, que la democracia no es un don gratuito, dado por naturaleza, intocable, que ha estado y estará allí siempre. Al contrario, sabemos ya que es vulnerable, que se puede perder y que no es fácil de recuperar. Y sabemos que está sujeta al riesgo de deformaciones y desviaciones. Puede ser confundida con el simple voto. Y el voto, ya se sabe, no siempre expresa la voluntad ciudadana –pesan la propaganda, la manipulación, la adulteración– ni garantiza la idoneidad del elegido, ni sus verdaderas intenciones –camufladas en tiempos de campaña– ni menos aun su buena actuación. Puede perder su contenido cuando no se atiende lo fundamental: la libertad y los derechos de los ciudadanos. O cuando se termina sacrificando uno de ellos, como ocurre con los populismos o los autoritarismos modernos. Ojalá que del aprendizaje del valor de la democracia dedujéramos el deber de ser vigilantes y exigentes con ella, que es la mejor manera de defenderla.

De la experiencia vivida aprendimos también que las decisiones impulsadas por la desilusión no aseguran que los cambios sean para mejor. La desilusión hace elegir vengadores, pero no necesariamente constructores de algo. El que “se vayan todos” no funciona cuando no se tiene un plan realista y realizable, un propósito, una organización y capacidad de ejecución. Las cosas no dependen solo de nuestra voluntad. Intervienen otros factores, otros jugadores, a lo interno y a lo externo. El voluntarismo no es realista. La organización y la activación de las propias capacidades, sí.

Un aprendizaje esencial es la conciencia de que ciertos sistemas de ideas políticas o esquemas económicos solo conducen al fracaso. El espejo de Venezuela es hoy la dolorosa experiencia en la que pueden mirarse otros países, advertidos por la cruda realidad de los resultados.

Quizás aprendimos también que para ser un país rico no es suficiente con tener una naturaleza generosa. Que la riqueza confiable y duradera no puede venir sino del talento, el conocimiento y el trabajo. De la crisis pudimos aprender el valor de la previsión, la planificación, el ahorro, la resistencia, la organización, la solidaridad, la iniciativa, el emprendimiento.

Ojalá hayamos aprendido que la apelación a la corrupción no puede ser solo un argumento para explicarlo todo, sino que hayamos comprendido los peligros que entraña cuando se diluye como un modo de actuar socialmente aceptado, cuando se convierte en una cultura, la que aplaude al corrupto, la que se aprovecha del corrupto, la que se generaliza en la idea del enriquecimiento rápido, el negocio por encima de cualquier consideración ética, la viveza criolla, el abuso, el irrespeto a las leyes y normas.

Un aprendizaje cuya profundización tomará todavía mucho tiempo y requerirá mucha acción del liderazgo es la persuasión de que el cambio más importante es el que debe darse en la cultura: pasar de la cultura de la dependencia a la de la autonomía, de la cultura de la dádiva a la del trabajo, de la del aislamiento a la de la solidaridad. Nos queda por aprender que el diálogo es un mecanismo connatural a la democracia, pero inadmisible cuando se pretende convertir en trampa o imposición. Queda por aprender que apoyo no es incondicionalidad, que el poder no está sobre el ciudadano, que no hay ejercicio de la política sin organización, que la sumisión no produce valor, que solidaridad no es compasión, ni siquiera solo comprensión y generosidad, sino reconocimiento del otro y capacidad para hacer causa común. Nos queda por aprender que la democracia no es para servirnos de ella sino para construirla y que solo se consolida en el bienestar colectivo, en el ejercicio de la libertad y los derechos ciudadanos.

Desdeñar estos aprendizajes solo podría anticipar nuevas desilusiones.

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