Ilustración Juan Daniel Avendaño

La invasión de Ucrania es la última guerra de una de las potencias para conservar una de sus antiguas posesiones (o “colonias”). Rusia, nacida con vocación expansionista, que logró formar en nuestra época – ¡en nombre de la libertad y la justicia! – un nuevo modelo imperial (unión del campo socialista), marcha ahora (con ojos tapados al mundo) en sentido contrario a la evolución de la historia. Los tiempos son de afirmación de entidades (como la nación ucraniana, realidad y no quimera) y de protección jurídica de la diversidad en la comunidad internacional (no de la sumisión que imponen las armas).

Enclavada al norte y este de Europa y retenida hasta comienzos del siglo XX por los imperios alemán, austriaco y otomano, Rusia construyó un imperio extendiéndose, primero, hacia las inmensas y frías tierras de Asia (siglos XVI-XVII), apenas ocupadas por pueblos nómadas. Lo hicieron también a su tiempo Estados Unidos (hacia el Oeste), Argentina (hacia la Patagonia) y Brasil (hacia la Amazonia). Más tarde, los rusos pretendieron las regiones vecinas: Polonia, el Cáucaso, Turquestán (siglos XVIII-XIX). Así se  se habían formado algunos de los antiguos imperios del Mediterráneo (desde el egipcio y el persa hasta el romano) o del Asia aún de épocas posteriores (el chino de Qin Shi Huang, el mongol de Gengis Kan o el timúrida de Tamerlán). En fin, la lucha contra el nazismo invasor le permitió penetrar (siglo XX) hasta Europa Central (más allá de los más ambiciosos sueños de Pedro “el Grande” y Alejandro I).

Cuando comenzó la expansión europea, Rusia (ya unificada en torno el principado de Moscú) no tenía el poder ni los recursos (incluso técnicos) suficientes para participar en aquella empresa. Por eso, lo hizo más tarde. Pero, se extendió lejos (hasta el Pacífico) en lo que parecía su espacio natural: Siberia. Luego, con retraso, intervino en el reparto del mundo cercano. Ocurrió precisamente, cuando los primeros imperios modernos se disolvían (siglo XVIII y XIX). No fue un accidente, porque se ha mantenido, aún después de la desaparición de las entidades imperiales modernas (establecidas por Inglaterra, Francia, Holanda y Alemania). Fue la última gran potencia colonial europea. Perdió sus “posesiones”, llamadas comúnmente “satélites”, hace apenas tres décadas (1991). Pero, como se ha observado en otros casos, aún no acepta el fin del dominio sobre esos territorios (que considera le están reservados). Por eso, apela a la guerra para conservarlos. Es un error.

Conviene advertir que Rusia se considera heredera de Roma, a través de Bizancio (por Sofía Paleóloga, sobrina del último basileus, esposa de Ivan “el grande”, primer “Soberano de toda Rusia”) y por tanto con un mandato de la historia. No pudo cumplirlo a la caída de Constantinopla (1453). Otros dominaron el mundo. En efecto, entonces, a comienzos de los tiempos modernos, se establecieron los primeros imperios globales, resultado de la expansión europea hacia los nuevos continentes. Portugal, España, Inglaterra y Francia se impusieron en África, América y Australia. Dada su superioridad económica y tecnológica, sometieron a las entidades políticas existentes en las tierras recién descubiertas. Y mantuvieron su dominación hasta comienzos del siglo XIX. Pero, su poder “universal” no sobrevivió a la crisis que provocó la revolución industrial y el triunfo del liberalismo. Las colonias, inspiradas en los mismas ideas de sus centros de gobierno, exigieron y consiguieron su independencia.

Cuando comenzaba la expansión europea, Rusia – bajo la autoridad de los Rurikovich de Moscú –  conseguía  su consolidación interior. Logrado ese objetivo, sus autócratas pretendieron las tierras asiáticas, origen de sus invasores seculares. Más allá de sus fronteras se extendían al este enormes espacios vacíos o dependientes de poderes en disolución. Ya a finales del siglo XVI había traspasado los Urales y en los dos siglos siguientes conquistado Siberia e instalado en Alaska. Por eso, fue hasta comienzos del siglo XVII una potencia regional, al noreste de Europa. Pero, entonces, la caída de Suecia, le permitió mirar hacia el Cáucaso y hacia el Turquestán, y un poco más tarde hacia Europa Oriental y el mar Báltico. Luego, las revoluciones que sacudieron a las potencias occidentales le dieron oportunidad de intervenir  en sus asuntos. Entró en el “gran juego” del “reparto” del mundo, especialmente en relación a Europa y el Asia Central.

Sus ambiciones imperiales se han manifestado, pues, a lo largo del tiempo.  No ha renunciado a ellas, como han debido hacer otros actores. En efecto, después de la I Guerra Mundial el auge de movimientos que habían contribuido a la unificación nacional en ciertos países, provocó o alentó intenciones expansionistas. Alegaron la necesidad de “espacios vitales”, áreas de seguridad o zonas de suministro de materias primas requeridas para su desarrollo. Aparecieron nuevos imperios de los que formaban parte territorios anexados y estados títeres o satélites. En Oriente, mediante ocupación militar, Japón creó uno muy vasto a lo largo del Pacífico (que incluía gran parte de China y el Sudeste Asiático). De este lado, Italia pretendió extender sus límites al Adriático, Libia y Etiopía. Y Alemania, transformada en III Reich, que reclamó su “lebensraum”, ocupó o sometió en un momento casi todo el continente. Ninguno subsistió a la derrota.

Rusia, privada de algunas posesiones en 1918, las recuperó (y aumentó) al final de la II Guerra. La victoria sobre el Eje al lado de las democracias (cuya colaboración le fue esencial en los días trágicos de 1941) le permitió incorporar como parte de su territorio a países independientes (como los estados bálticos) o con fuertes movimientos nacionalistas (como Ucrania, Armenia, Georgia) y convertir en auténticos vasallos o “satélites” algunos de los “liberados” de las tropas alemanas. Aunque reconocidos como repúblicas “soberanas” (Alemania del este, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria), pasaron a ser entidades más o menos dependientes, obedientes a sus mandatos. Una evolución distinta tenía lugar en Occidente. Conforme a las ideas de esos tiempos, las viejas potencias coloniales (Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda) con sistemas democráticos se desprendieron de sus posesiones  o dependencias (Estados Unidos). La diferencia de comportamiento derivaba entonces, como ahora, del espíritu propio de cada pueblo.

Cada pueblo aspira a realizar un proyecto de sociedad, que es resultado de sus principios y valores, objetivos, esperanzas y realidades. Se forma lentamente a lo largo de la historia y provoca un espíritu que anima la acción. Se transmite en el tiempo mediante un proceso complejo (la educación) de una a otra generación (que lo modifica con sus aportes o negaciones). No viene, pues, determinado por circunstancias físicas o por mandatos superiores. Es obra de seres humanos. Ese proyecto es el verdadero fundamento del sistema social, económico y político y del espíritu que lo acompaña. Estos se atribuyen, con frecuencia, a otros factores, como las condiciones del territorio, el desarrollo económico o  algún liderazgo grupal o individual. Así, se afirma que un territorio extenso impone una dirección centralizada. La realidad contradice esta tesis. Como la que señala que los procesos de cambio, crecimiento o expansión exigen una conducción fuerte.

Rusia nació vinculada a la idea de grandeza (con destino universal), guiada por una autocracia que justificó su permanencia en ciertos logros (como la expansión permanente, hasta el espacio). Su espíritu respondía a esas circunstancias. En tal sentido, V. Putin consideró la desintegración de la URSS como “la mayor tragedia del siglo XX”. Y se empeñó en restaurarla. Pero, ahora, se observan nuevos indicios de cambio (en los reclamos crecientes de libertad). Esa es la razón profunda de la guerra, explicaba hace poco el escritor ukraniano Andreï Kourkov (de lengua rusa, nacido en Leningrado): “Están acostumbrados a tener un zar que lo es hasta que muere. …les encanta el siguiente. Es una gran diferencia, porque los ucranianos no aceptan al zar”. Estos aman la libertad, aquellos la grandeza y la  estabilidad. Así, Rusia lleva a cabo una guerra de “recuperacion” de lo que considera su espacio geográfico y su espíritu.

En febrero pasado Rusia desató una guerra – que sabe es insensata y anticuada (por eso, la llama “operación especial”) – al invadir Ucrania. Contra sus esperanzas (no bien fundadas), encontró sólida resistencia (como la URSS en Hungría en 1956) que se ha mantenido gracias a la solidaridad internacional (que faltó a aquellos) y que se prolongará hasta que cese la agresión. Porque los ucranianos, que constituyen una nación, tienen identidad  y tierras, con historia, cultura y economía propias. No aceptan ser colonia o satélite. Si no consiguieran triunfar ahora, lo lograrán más tarde, aun ante la amenaza de las armas nucleares.

Twitter: @JesusRondonN


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