Más que personal, el suicidio asistido fue un acto cinematográfico, el último de Jean Luc Godard, desaparecido a los 91 años en Suiza, donde la eutanasia es legal. Su cine fue siempre una voluntad consciente de destrucción del pasado, sin necesariamente inventar una forma nueva, a pesar de lo cual Godard, ¿que duda cabe? fue una de las figuras más influyentes del cine del siglo XX. Su primer largometraje, Sin aliento en 1960, dinamitó la estructura narrativa aceptada hasta el momento a través de la historia mínima de Michel Poiccard, enamorado de la bellísima Jean Seberg, corriendo hacia su muerte inevitable a través de travellings con cámara en mano, homenajes al cine negro americano, improvisaciones, diálogos imposibles con los espectadores. La película trajo un ventarrón fresco a una cinematografía clásica y valiosa que injustamente la Nouvelle Vague (Godard y sus secuaces Chabrol y Truffaut entre otros) denigraba. Y Godard comenzó una carrera loca y vivificante en la cual todo estaba permitido. Coquetear con la derecha colonialista en El soldadito, hacer en francés una comedia musical a la americana con Una mujer es una mujer, hablar de metafísica a través de la vida de una prostituta con Vivir su vida o abordar la ciencia ficción con Alphaville. En los 60 Godard se atrevía a todo, atacando el establishment guerrerista con Los carabineros o riéndose de la sociedad de consumo con la desopilante Week end, cantándole su amor a la ciudad de París con Dos o tres cosas que sé de ella.

Godard siempre fue prolífico e incansable y sus films de los 60 reflejaban el desparpajo y la prisa del director que no perdía oportunidad de subvertir la imagen con montajes incorrectos, carteles que interrumpían la acción o personajes desprovistos de psicología. Y entonces empezó la catástrofe. Sus admiradores le perdonamos sus devaneos maoístas de La china (después de todo era la época de Mayo francés). Pero Godard decidió que el cine estaba muerto, fundó el grupo Dziga Vertov y comenzó un exilio interno de dos años con películas que no llegaron al público. Su fino olfato le indicó que ese no era el camino y regresó triunfalmente al cine verdadero con Todo está bien, un drama político con las dos vedettes políticas de la época Jane Fonda e Yves Montand. Y retomó una carrera acaso más pausada pero siempre apasionante, a menudo indefinible en la cual se amontonaban desde una versión de Carmen (Nombre de pila: Carmen) hasta un atisbo de religiosidad con Yo te saludo María. A partir del fin de los 80 su cine se ensombrece, visita el Berlin después del muro o Sarajevo. Su narrativa se hace, al principio opaca y después digámoslo sin rubor, francamente incomprensible. No necesitaba que lo entendieran, sus films eran artesanales, baratos, hechos para sí mismo, reflexiones fragmentarias sobre el lenguaje y la imagen, dos obsesiones que no lo abandonarían y que lo mantendrían siempre presente a los ojos de la crítica.

Pero Godard, el director capaz de conectar con la audiencias, hacer polvo la forma de contar una película burlándose de cuanta convención narrativa existiera había desaparecido hace mucho tiempo. Por eso no extraña esa forma de irse, decidiéndolo en sus términos, diciendo basta a su manera. Una forma suya (como la de sus personajes Michel Poiccard o Pierrot el loco) de hacer volar el último puente que su cine le tendía a la realidad.

 

 

 

 

 

 

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