Habiendo desarrollado en la pasada entrega lo relacionado con la constitucionalidad, legalidad y legitimidad que rodea tanto el origen, la instalación y el posterior funcionamiento del Tribunal Supremo de Justicia venezolano que se ubicó en el exilio (TSJ legítimo en el exilio), por razones que el derecho internacional público moderno califica como de “Estado de necesidad constitucional”, me corresponde ahora referirme al proceso judicial que se llevará a cabo con el propósito de determinar si, de acuerdo con la denuncia hecha por Luisa Ortega Díaz, en su carácter de fiscal general de la República, Nicolás Maduro Moros está incurso en la comisión de graves delitos de corrupción propia y legitimación de capitales castigados expresamente por el artículo 64 del Decreto con Valor y Fuerza de Ley contra la Corrupción y el artículo 35 de la Ley contra la Delincuencia Organizada y Financiamiento al Terrorismo.

En consecuencia, son varios los aspectos que hacen “especial” este nuevo escenario que deberá enfrentar el régimen madurista, pues, en primer lugar, no es un juicio político que a su gestión se hará. Será el examen jurisdiccional que, confrontando su conducta con elementos abstractos y técnicos previstos en las normas penales, se hace por vez primera de manera imparcial, examinando el comportamiento de quien, como canciller, manejó una esfera directa de intereses y compromisos públicos y, posteriormente, como presidente, administró la hacienda pública nacional.

Por primera vez, el régimen de Maduro se enfrenta a la justicia y lo hace gracias a una simple querella penal, que, paradójicamente, tendrá no solo repercusiones nacionales, sino también internacionales. Maduro se enfrenta a la justicia que aplicarán venezolanos –con suficientes credenciales para hacerlo y debidamente designados por el Parlamento nacional en un proceso pulcro– quienes, como magistrados legítimos, han invocado la justicia universal, en virtud de la aplicación de un pacto internacional (la Convención de Palermo) suscrito por Venezuela a finales del año 2000 –en la ciudad siciliana de Palermo, Italia– junto a otros 170 países de los 189 miembros de la Organización de la Naciones Unidas, que de manera mancomunada pactaron luchar en bloque contra la delincuencia organizada transnacional. Esta Convención es ley para nosotros, forma parte del derecho interno venezolano, porque nuestra Constitución así lo dispuso cuando en su artículo 23 señaló que “los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por Venezuela, tienen jerarquía constitucional y prevalecen en el orden interno (…)”.

Estamos haciendo referencia, en consecuencia, no solo a una simple querella penal contra un alto funcionario venezolano; realmente nos referimos a algo que constitucionalmente traspasa nuestros espacios habituales de lucha por el respeto al derecho. Estamos haciendo referencia en definitiva a la aplicación de la justicia universal, aquella que no solo castiga los típicos delitos de lesa humanidad (tales como genocidio o exterminio de grupos humanos) sino también de manera especial, la delincuencia transnacional organizada, la participación en grupos –públicos o privados– organizados, el “lavado” o “blanqueo” de dinero, la corrupción y la obstrucción de la justicia –tales como el uso de medios coercitivos, amenazas o intimidación, para alterar testimonios u otro tipo de evidencia en las actuaciones de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley o administrar justicia– tal como lo señala expresamente los artículos 5, 6, 8 y 23 de la Convención de Palermo. Para este pacto internacional (ley interna en Venezuela) la corrupción debe ser tratada como un crimen, cuando exista algún tipo de vínculo con la delincuencia organizada transnacionalmente, y en el continente americano hoy en día no hay duda de que precisamente eso era lo que existía detrás de la empresa Norberto Odebrecht, S. A.

La querella penal arrancó con la denuncia formulada por la fiscal general. Después del examen preliminar que el TSJ legítimo en el exilio realizó sin ninguna consideración de fondo sobre la culpabilidad de Nicolás Maduro en los hechos contenidos en la denuncia, habiéndose declarado debidamente procedente el antejuicio de mérito, la Asamblea Nacional procedió a impartir su autorización correspondiente –art. 266.2 constitucional– para continuar el proceso de la querella penal.

Las fases por la que ahora debe discurrir la causa penal en el TSJ legítimo ubicado en el exilio contra Maduro son cuatro, a tenor de lo previsto en la ley especial que rige la materia procesal penal (Código Orgánico Procesal Penal) a saber, la preparatoria, la intermedia, la del juicio oral y la sentencia y, por último, la fase de ejecución o cumplimiento de la sentencia. Las averiguaciones que abrieron la fase preparatoria en la que nos encontramos, se inició con una investigación preliminar abierta por la fiscalía general de la República en el año 2015, referida a irregularidades en ejecución de una obra de infraestructura en el estado Zulia, conocida como el “segundo cruce sobre el lago de Maracaibo”. Esta averiguación vinculó desde su inicio a la empresa Norberto Odebrecht, S. A. como una de las personas principalmente sospechosas de delitos económicos contra la nación. La Dirección Contra la Corrupción a la Fiscalía 55 Nacional Plena obtuvo en esa oportunidad información de un grupo de obras públicas que adicionalmente no han sido culminadas, así como de otras y otras que jamás se llegaron a ejecutar en el país, contratadas a la empresa Norberto Odebrecht, S. A., cuyo monto, según lo narrado en las actas fiscales que forman parte de las pruebas aportadas por Luisa Ortega, fue estimado en esa oportunidad en la cantidad de 2 billones quinientos mil millones de dólares ($ 2.500.000.000.000,00). Consta en las actas presentadas públicamente por la fiscal al TSJ legítimo ubicado en el exilio la declaración de Euzenando Prazeres Azevedo, presidente de la empresa Odebrecht para aquel entonces, en la que afirma que el gobierno de Nicolás Maduro significaba para “su compañía” una “prioridad para la destinación de los recursos financieros extraordinarios”. Igualmente consta en esas actas la manera en que públicamente el régimen de Maduro impidió y obstaculizó el examen político y técnico al cual constitucionalmente estaba obligada realizar la AN, para controlar los pagos y las previsiones presupuestarias que realizó el Ejecutivo en el desarrollo de las contrataciones de dichas obras públicas, llegando al descaro de solicitarle al Tribunal Supremo de Justicia –el mismo que internamente quedó desconstituido desde el 21 de julio del 2017 cuando 13 de sus miembros fueron removidos soberanamente por la AN por ser magistrados exprés– mediante recursos de interpretación y nulidad, que los autorizara a no informar a la AN sobre los desembolsos efectuados por esta empresa al régimen, quedando estos pagos como transferencias no contabilizadas ni avaladas por el Poder Legislativo nacional. Y así fue declarado por los chicos de la banda de dos pilitas.


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