El domingo pasado finalizó en la cadena HBO la serie Game of Thrones de David Benioff y D. B. Weiss, inspirada en la serie de novelas Canción de hielo y fuego (iniciadas en 1996) escritas por el estadounidense George R. R. Martin (1948). Decir esto seguramente sea redundante debido a su gran impacto en la cultura popular, por lo que incluso nadie ha podido salvarse de sus spoilers (este escrito no será una excepción) en las últimas semanas.

Llegué tarde a la pasión por la misma (cuarta temporada) gracias a la recomendación de una alumna, la cual me dijo que seguramente me gustaría por ser estudioso de la historia, la política y un cinéfilo empedernido. Al principio no me atrapó, pero cuando Tyrion Lannister (Peter Dinklage) le dice a Jon Snow (Kit Harington): “La mente necesita libros como la espada necesita una piedra de afilar si quiere mantener su agudeza. Por eso leo tanto”, me hice fiel seguidor. No solo estaba llena de diálogos y eventos relativos a la lucha por el poder, sino que todo ello se desarrollaba en un contexto de ficción medieval, desarrollando siempre giros narrativos impredecibles. La octava y última temporada había comenzado algo floja, pero logró un buen cierre, como si la Edad Media llegara a su fin de algún modo.

Al principio me dio la impresión de que el final se desviaba de la tendencia de la serie a mostrarnos la arraigada maldad que poseemos, y especialmente en la lucha por el poder y la construcción del orden. Me pareció que había sucumbido al tradicional: ganaron los buenos. Algo de eso hay, porque a todos nos gusta y no perdemos la esperanza y la fe en que el bien siempre termina venciendo. Pero hay que comprender, además, que Occidente hoy se sigue enfrentando a la amenaza totalitaria y atómica; y la personalidad populista de Daenerys Targaryen (Emilia Clarke) combinada con dragones fue una excelente metáfora de la misma (escena del discurso frente al ejército es clara alusión al Triunfo de la voluntad (1934) de Leni Riefenstahl (1902-2003). Es por ello que fue inevitable mostrar esta realidad y la necesidad de luchar contra ella. Y entre tanta ambición de poder siempre sobresale alguna buena persona en política. Una vez, al ver en la serie los buenos se corrompían pregunté si había alguien diferente y la respuesta fue clara: Jon Snow y Samwell Tarly (John Bradley-West). Snow termina reviviendo y es el que termina haciendo la diferencia con su inmensa generosidad y sacrificio (“el deber por encima del amor” conyugal), por lo cual es una especie de Jesucristo pero en la lógica de la trama de GOT.

Otro aspecto claramente occidental que termina mostrando la conclusión es el triunfo de la racionalidad. Hecho que explicó muy bien el amigo y profesor Ángel Álvarez al decir: “Ante el equilibrio de poder entre fuerzas igualmente capaces de asesinarse mutuamente, se genera incertidumbre sobre el resultado de la confrontación violenta, de lo cual solamente sale pactando la democracia (escogencia del líder por voto en lugar de linaje)”. Se pasó de la monarquía hereditaria a la electiva. A una especie de aristocracia donde la sensatez prevaleció. Las imágenes finales, ofreciendo los nuevos retos (liderazgos) de los hermanos del linaje Stark que sobrevivieron a la degollina, me ha dejado satisfecho. En especial Arya (Maisie Williams) con su viaje hacia el Poniente desconocido, tal como hizo Cristóbal Colón (1451-1506) y con el cual en la historia de la humanidad “finalizó” la Edad Media. Es expresión de nuestro anhelo de viajar, de ir más allá de lo conocido.

La serie merece muchos comentarios, críticas y reflexiones. No solo de su última temporada sino de cada una de ellas. No las hicimos antes pero no pasa nada, porque al elevarse a la categoría de clásico recibirá nuevas lecturas que merecerán escritos como este. Quedamos en deuda. Finalizamos con una última idea ofrecida por el gran Tyrion al afirmar que el poder no reside ni en el dinero, ni en la violencia, ni los linajes sino en las historias. Logrando de esa forma “mirar” de manera trascendente la serie y juzgarla, señalando que las ficciones y las ideas representan la esencia de nuestra humanidad. Por ello no podemos dejar de contarlas en libros (tal como se muestran en esas últimas imágenes) como en imágenes en movimiento tal como nos ofrece el cine.


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