Descendiente de notables familias patricias de Venezuela, entre cuyos antepasados hubo un caudillo agrario: Carlos Liscano, su abuelo, derrotado, como Aureliano Buendía, por liberales y conservadores por defender la honradez administrativa y el nacionalismo; y el general José Antonio Velutini, que llegó a Caracas con una revolución y fue varias veces ministro de Estado, Juan Liscano Velutini (Caracas, 1915-2001), huérfano de padre a poco de nacer, estudió en Bélgica, Francia y Suiza y regresó a Venezuela en el mismo momento en que fallecían tanto su padrastro como el “cesarismo democrático”de Juan Vicente Gómez, decidiéndose poeta en una nación que desaparecía o no había existido.

Un país que, con 1 millón de habitantes y enormes riquezas petroleras, soportaba seis lustros de tiranía paternalista sin contemplaciones, tenía miles de hombres y mujeres en las cárceles y el exilio, y no había conocido los beneficios de la llamada civilización del siglo XX. Quizás por estas razones en sus 8 poemas de 1939, hizo una terrible caricatura de las megalópolis, maldiciendo las ciudades por ser lugares de podredumbre y enalteciendo, en cambio, la vida campirana. En esos poemas primeros está casi toda la substancia que dilataría como programa de su vida y obra.

Juan Liscano joven

A medida que ingresaba en la vida ilusoria y social de aquel siglo de horror, Liscano se fue transformando, acicateado por Waldo Frank y Juan Larrea, en un furibundo latinoamericano que, incluso, necesitó palpar la tierra misma y buscar sus orígenes. Viajó por el continente y se sumergió en el folklore, alma de los pueblos. Como resultado de esta ingente labor quedan numerosas grabaciones de música popular venezolana –que reposan en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, el Servicio de Investigaciones Folklóricas Nacionales, la Revista Venezolana de Folklore, y en su libro Folklore y cultura, elogiado en su momento por Alejo Carpentier. Después vendrían años de infierno y catarsis, décadas en las cuales el poeta y el hombre buscaron con afán, sin descanso y dolor, una imagen de sí como parte del ente colectivo. Fueron esos los años de la lucha contra Pérez Jiménez, cuando se solidarizó con Leonardo Ruiz Pineda en la resistencia clandestina contra el tirano, del exilio parisino, la defensa de Rómulo Betancourt en los años sesenta, cuando mantuvo una acerba discusión con la insurgencia armada cuyas doctrinas han dado al traste con la democracia venezolana en los primeros decenios de este siglo, y la publicación de Nuevo Mundo Orinoco (1959), un alucinante canto sobre el ayer de su país con los ojos y la voz de un presente atormentado cuyo paradigma fue sin duda Alturas de Machu Picchu de Pablo Neruda y Piedra de Sol de Octavio Paz.

“Ha sido mi conciencia de occidental hispanoamericano –dijo entonces–, saturada de maquinismo, racionalismo, automatismo, erotismo, materialismo, egotismo, la que, en una suerte de repulsión psíquica, tras de obligarme a vomitar, me impulsó a buscar nuevos mundos espirituales (…) La figuración de una nueva América me tentó entonces. A un Nuevo Continente busqué un nuevo contenido: la total ruptura con Occidente. Entonces me incliné por la abstracción americanista de Juan Larrea. Se trataba de una superación histórica, a través de los sueños colectivos. América sería el Continente del Espíritu. Pronto advertí que Europa tenía mayores posibilidades espirituales que América. Y por los caminos de la indagación intelectual, me interesé por las posibilidades reales del espíritu. Ello me condujo a valorar como otro término de conocimiento, la india con sus prodigiosas escuelas místicas (…). En el extremo opuesto de la experiencia occidental como estado de violencia histórica, fulgía la no-violencia gandhiana, preñada también de visión mundial. Y llegué a creer que más cerca de los hindúes podían estar estos pueblos que de los pueblos españoles (…)”.

Así, bien entrado el medio siglo, Liscano, rompiendo con su pasado humano y literario publica uno de sus más bellos libros de poemas: Cármenes (1966). Allí Unos y Otros son metáforas del Cosmos y analogías del Mundo, y la vida, un ir y venir de los cuerpos entre el Cielo y la Tierra. Whitman, Elliot y Paz son las voces del fondo de este pozo de pasiones donde el poeta abdica a su libertad ante el plato de lentejas que es el cuerpo y la herida que no cesa de la mujer. Tanta es su alienación por la carne y la juntura de los cuerpos que, como renovado místico, hace que las uniones desaforadas sean otra vez mito, borrón y cuenta nueva del tiempo presente, es decir, un tiempo abolido, vacío, hueco de la vida. Todo flota, en Cármenes, por los espacios siderales.

Otro de sus memorables libros de versos es Vencimientos (1986). Si en Cármenes se asciende a las esferas celestes, aquí se hunde en sí mismo, navegando en el magma de la conciencia a la búsqueda de un asidero, un apoyo donde descansar del largo viaje de la vida. Desnudo de afuera, va desnudo por dentro, guiado por la melodía del poema:

Juan Liscano, Carmen Cárdenas, Rosemarie Howe y Jorge Gaitán Durán en París, pocas semanas antes de morir en Guadalupe

Cuando mueren

por un instante

las palabras 

que tanta muerte dan siempre a la vida 

cuando descubrimos el acto que somos 

y lo exponemos 

despojado de sus trajes crepusculares 

cuando nos despierta el sueño de soñar 

o arrancados del sueño 

despertamos atónitos como extraño celeste caído

cuando se quiebran los espejos 

al soplo de una necesidad desconocida

cuando vaciadas quedan los odres

y se aquieta la fiera de la sed 

cuando se acepta el desierto por jardín 

brota del resplandeciente vacío 

una repentina cresta 

y el Levante impera en el 

filo puro neto 

neutro 

que se abate 

y nos degüella. 

(Cresta)

Poeta, semejante, por su sabiduría, a su admirado Octavio Paz, el hilo de Ariadna de su poesía recorrió los senderos de la iluminación y la búsqueda de revelaciones, de epifanías, sobre lo que Occidente y Oriente han considerado las “verdades” de la existencia. Instalado en la orilla opuesta de Schopenhauer, Liscano buscó y levantó, atraído por los misterios, la materia oscura, los huecos negros de los enigmas y las especulaciones de sus exegetas, una poesía hechizada, prácticamente inabordable desde la razón, ligada más al misterio del ritmo verbal que a la música misma, terminando por alucinarnos. Vanguardista, sin duda, murió sabiendo que a medida que nos hacemos dioses, que dominamos el mundo, que todo se hace menos duro de vivir, nos acercamos a la inconciencia plena de las civilizaciones que estuvieron ligadas a los atavismos de creer que hay un mas allá, sin darse cuenta que, si no recordamos el antes de nacer, tampoco sabremos jamás nada del porvenir. Brujo enderezado en antropólogo, mitólogo ampliado en aedo, como lo definió uno de sus intérpretes.

«Conversando con Juan Liscano», La Prensa, Bogotá, febrero 19 de 1994

Ensayista, periodista y crítico literario, Liscano discutió sobre todo aquello que le atraía o causaba repulsión: las vanguardias, dictaduras, los grupos armados y los literarios, el terrorismo, la poesía, los mitos, las religiones, el rock y la muerte de la cultura occidental y sin desfallecer, el modelo consumista y de banalidad de la industria cultural del entretenimiento tan de moda hoy. Nada parecía escapar al pensamiento de este “intelectual de tiempo completo” que siempre tuvo algo que decir para defender la libertad, ese momento del crecimiento del hombre y las sociedades que entendió como el lugar donde al desatar las formas y las voces, que quisieron erigir un ayer escindido y contrapuesto, una cultura comienza a ser.

Lo que ha fallado fundamentalmente en Iberoamérica es el gobierno, no el Estado, -–escribió en un artículo de 1990–. Más bien los gobiernos suplantan al Estado, debido a lo cual las instituciones se pervierten y están al servicio, ayer, del caudillo de turno; hoy, de los partidos o de la dictadura militar. La acción de los hombres en el poder doblega, mediante argucias o mediante la fuerza, leyes e instituciones a sus intereses, y conviene precisar que, en general, el político profesional de partido, el burócrata, el caudillo o las representaciones militares no acceden a las jerarquías de mando por sus luces, su cultura, su preparación, sino por los golpes y regolpes de una historia azarosa –o por el dominio electoral que constituye–, al parecer, la actividad fundamental en las etapas llamadas democráticas, traducidas en la práctica a la modalidad partido-Estado, Estado-partido”.

Liscano fue director de Papel Literario de El Nacional en varias ocasiones, una sección del diario venezolano dedicada a la literatura y el pensamiento universales, creada por el poeta Antonio Arraiz, Miguel Otero Silva y el caraqueño cuando tenía 28 años. Lo dirigió entre el 22 de agosto de 1943 y el 23 de julio de 1950 y entre junio de 1958 y finales de 1959. Fundó y financió la revista Zona Franca [1964-1984], una de las pocas latinoamericanas comparables con Sur y Mito. Y fue gerente de Monte Ávila Editores (1979-1984) y miembro de las Academias Argentina y Venezolana de la Lengua.

Juan Liscano, por Vasco Szinetar


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