La maledicencia, la calumnia, la difamación; que arroje la primera piedra quien esté libre de esta culpa o gravamen humano. No estoy seguro de si la definición de estas “perlitas”, primas hermanas de la envidia, el recelo y la denigración, pase por las pasiones humanas a las que debemos muchas de nuestras maldades, o si son los pilares de una raquítica constitución moral. De una manera u otra todos hemos experimentado, perpetrado o sufrido en algún momento de nuestra vida este género de acciones.

Las famosas puñaladas por la espalda sí existen y el sentido figurado no las vuelve menos letales. La fábula del escorpión, que pide ayuda para atravesar un río y termina matando a su benefactor a la mitad de las aguas, ahogándose él mismo, debería servir para atribuir nuestros defectos al reino animal, sin buscar la moraleja que nos justifique. A Maquiavelo se le endilgan más recomendaciones traicioneras de las que verdaderamente sugirió al príncipe.

Hay gente que registra sus actos en una supuesta escala de la inteligencia donde lucir más “vivo” pasa por ser más listo, léase “truhán”. Cargar los dados, sacarse de la manga la carta escondida, escalar posiciones utilizando a personas como escalones, es lógico y natural para muchos. Casi no hay atleta internacional del ciclismo al que no se le acuse de haberse dopado (o gran boxeador y futbolista). Y lo peor de todo es que en la mayoría de los casos la intoxicación ha sido comprobada.

Hace tiempo escuché una entrevista realizada al destacado hombre de teatro Albert Boadella, fundador del grupo catalán Els Joglars, que como su nombre lo indica, repite las hazañas de los hombres que esparcían los sucesos más graves o importantes de su época con talento, agudeza y gracia. Els Joglars es un referente indispensable de la historia del teatro en la península Ibérica desde hace 57 años y su director ha sido un mordaz y permanente crítico de los abusos del poder, vengan de donde vengan. Ya en la época del franquismo enfrentó una censura que le costó sufrir un proceso penal del que se sustrajo brincando las bardas de un hospital carcelario y exiliándose.

En la entrevista en cuestión le preguntaron sobre sus adversarios, que son muchos, y sobre sus malquerientes, tanto en Barcelona como en Madrid; Boadella, quien se considera a sí mismo y con orgullo un “bufón”, respondió que a los enemigos hay que “cultivarlos” con nuestras acciones afirmativas y prácticamente “regarlos” cotidianamente, como una flor. Para él, sus detractores son una buena indicación de que su labor es creativa, tan creativa que la envidia por su éxito lo ha vuelto un objetivo de las críticas más bajas que puede recibir un director independiente. Y esto hace recordar un adagio que se le atribuye al Quijote, cuando le recuerda a Sancho que si los perros ladran, es porque van “caminando”.

El tema es propicio para compartir una traducción mía de unos textos llenos de agudeza y mordacidad. Se trata de unos fragmentos en prosa del gran escritor brasileño Jorge Amado. Tuve la ocasión de encontrarle innumerables veces; su trato salpicaba generosidad, picardía e ingenio propio de los “bahianos”, de los ciudadanos de Salvador, una de las capitales de la corona portuguesa en América del sur. Allí tiene su sede uno de los cultos espirituales más poéticos y vitales del mundo: el candomblé. Ese cuerpo de creencias trasladado por los esclavos africanos al continente americano es uno de los elementos fundamentales de la cultura popular del Brasil contemporáneo. Allí, muy cerca de uno de los barrios coloniales mejor preservados en América  Latina conocí a la “Mae Minininha” del Gantois, considerada ella misma una “Orixá”, deidad respetada  en las dos orillas del océano. Esa “Madre Niña” protegió e inspiró con sus artes adivinatorias la carrera de muchos músicos, escritores y poetas, entre los que se contaba el propio autor de Doña Flor y sus dos maridos. Les dejo con su ingenio:

De los enemigos. Le tengo horror a los hospitales, los fríos corredores, las salas de espera, antesalas de la muerte, y más aún, a los cementerios donde las flores pierden su vigor; no hay flor bonita en el camposanto. No obstante, poseo un cementerio personal. Yo lo construí e inauguré hace algunos años, cuando la vida maduró mis sentimientos; en él entierro a aquellos que maté, o sea, a aquellos que dejaron de existir para mí, aquellos que murieron: los que un día tuvieron mi estimación y la perdieron. Cuando un tipo va más allá de todos los límites y de hecho, me ofende, ya no me enojo, no me pongo furioso con él, no me peleo, no corto relaciones, no le niego el saludo. Lo entierro en mi cementerio “en él no hay tumbas familiares o túmulos individuales; los muertos yacen en la fosa común, en su promiscuidad ordinaria, en su grosería. Para mí el fulano murió, fue enterrado, haga lo que haga ya no puede lastimarme. Raros entierros “menos mal” de un pérfido, de un perjuro, de un desleal, de alguien que faltó a la amistad, traicionó al amor y actuó interesadamente, falso, hipócrita, arrogante; la impostura y la presunción me ofenden fácilmente. En el pequeño y feo cementerio sin flores, sin lágrimas, sin una pizca de saudade (apenas traducible por nostalgia), se pudren unos cuantos sujetos, unas pocas mujeres, a unos y a otras barrí de la memoria, los saqué de la vida. Encuentro en la calle a uno de esos fantasmas, me detengo a platicar, escucho, correspondo a las frases, los saludo, los elogios, acepto el abrazo, el beso fraterno de Judas; sigo adelante, el tipo piensa que me engañó una vez más, no sabe que está muerto y enterrado.

De la envidia. No envidio a quien quiera que sea. La riqueza, el talento, el éxito, la gloria, de mi prójimo y del distante no me afligen; soy capaz de expresar admiración, de aplaudir, de entonar loas, y transportar en andas, como en procesión, me gusta hacerlo. El éxito de un amigo es el mío, y no es necesario que sea un amigo, basta que sea un paisano, bahiano, brasileño, y a veces, ni eso; basta que le descubra talento, vocación. Me alegra depararme con un poeta, con un novelista joven, debutante de inspiración verdadera, porque salgo a anunciar inmediatamente el acontecimiento. Inmune a la envidia, me siento libre para ejercer la admiración y la amistad, ¡qué belleza! Nada más triste que alguien que sufre con el éxito de los demás, que es esclavo de la negación y de la amargura, que babea envidia, y se arrastra en el desprecio, un infeliz.

De la crítica. Ninguno de mis detractores, tantos que no pierden la ocasión para hablar mal de mí, sabihondos cuya misión crítica es negar cualquier valor a mis libros, ninguno de ellos conoce tan bien mis limitaciones de escritor, cuanto yo mismo; de ellas tengo plena conciencia, no permito que me ilusionen los oropeles o los confetis. Sé también, a ciencia cierta, existir en las páginas que escribí, en las criaturas que creé, algo imperecedero: el soplo de la vida del pueblo brasileño. No cargo vanidad, ni presunción; sí orgullo.


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