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“…Volví a mi nota como vuelvo para ti/ voy a contar con mi nota cuánto me gustas/ y quien quiere todas las notas: re, mi, fa, sol, la, si, do/ se queda sin ninguna/ quédate con solo una nota

Éxito de João Gilberto, con letra y música de Tom Jobim y Newton Mendonça.

La excentricidad es un fuera de foco que no entienden quienes le atribuyen solo delirios de figuración a los que viven arriesgándose con ella. En artistas de la estatura más que grande, grandiosa, como João Gilberto, sus extravagancias fueron la coraza que le protegía de la invasión y los embates de las fuerzas desalmadas del mercado musical y de los llamados fanáticos; los mismos seres que endiosan y destruyen a sus ídolos para fortalecer el espejismo de su identidad. El rosario de rarezas que derivaron en singularidades de João Gilberto es proverbial. Ningún otro músico de su país ejerció, con férrea voluntad, tantas particularidades que muchos han querido ver con una lupa incrementada.

El mito se instaló como fruto de las anécdotas magnificadas de quien prefería vivir en aparthoteles de la orla marítima de Ipanema, a modo de un anacoreta. Solo que en vez de una celda monacal, João Gilberto ocupaba durante años habitaciones de paso pero con el horizonte de una de las playas más hermosas del mundo. Allí, el notable autor vivía de noche entregado a su prodigiosa obsesión sonora, y dormía de día. Amigos que le fueron cercanos me contaron que mandaba a alquilar un auto para pasear en algunas madrugadas y se olvidaba de regresarlo durante meses; o que solo se le veía la mano trocando las bandejas de comida que le dejaban a la puerta de su suite para evitar intrusiones indeseables. Eso sí, pedía sus platos favoritos a los restaurantes Degrau y al ya desaparecido Antiquarius.

Miucha –quien fuera su esposa– me contó que cuando vivían en México ella solía irse a dormir mientras él “arreglaba” una melodía en la guitarra, y que al despertar João Gilberto seguía trabajando en la misma nota de la víspera. Este tipo de anécdotas dio pie a que se contara que uno de sus gatos se había lanzado al vacío después de escuchar, durante jornadas seguidas, las interminables variaciones que iba introduciendo en “O Pato”.

Río de Janeiro es un territorio bendecido por una excelsa naturaleza, apenas comparable en su trazo humano y magistral con obras de los más talentosos pintores universales. Pienso más que en nadie en Monet, Turner, Gauguin y Matisse. Y en el gran paisajista pintor que fue el paulista Burle Marx, a quien se le debe el diseño ondulado de la enorme banqueta del aterro de Copacabana. Sus arenas sinuosas –Oscar Niemeyer las culpaba de su estética arquitectónica– han dejado huella en el mapa artístico de quienes han tenido la fortuna de nacer, crecer, formarse, enamorarse, o simplemente vivir allí. 

La inspiración de la belleza rotunda de sus morros, playas, y gente –dueña de una de las más altas sensualidades, casada con los ritmos del samba– ha propiciado una poesía escrita y musical de potencia formidable, única. Lo hizo así, con su talante excesivo y rigor desatado el propio João Gilberto. Arrancó notas casi imposibles, de virtuosismo insospechado, con su guitarra. En esta dimensión de excelencia pienso también en otras dos célebres figuras que fueron componente fundamental en la proyección de su talento, el poeta y diplomático Vinícius de Moraes, y el otro padre de la bossa nova, Antonio Carlos Jobim.

Esa tríade de iluminados fue capaz de interpretar el impulso creativo de un bello pueblo multirracial, ejemplo de la égida civilizatoria que representa la emigración, esa peregrinación en busca de oportunidades vitales tan denostada por los neofascismos que han infectado a muchas de nuestras sociedades. No es legítimo ir en contra de la riqueza y el vigor de tradiciones ajenas; son ellas las que han enriquecido a los pueblos más disímiles del planeta, regalándonos un alto registro de universalidad. 

Y en este orden de reivindicaciones como las que engrandecieron al Brasil, me queda claro que João Gilberto recoge las virtudes del alma brasileña –conformada, entre otras, con la mezcla de naciones indígenas y tribales africanas, y la sangre aventurera de los portugueses–; con su mano cadenciosa hizo cantar, entre registros inesperados, a las cuerdas de su guitarra. Lo suyo es la versión musical más intensa del significado hondo de la absoluta e intraducible saudade.

Apenas hace unos días, invitado por Vianey Lárraga, viuda de Agustín Lara, coincidí en la mesa con un cantante estupendo, heredero del timbre de voz de su padre, Álvaro Carrillo, uno de los valores más altos de nuestro cancionero popular. Hablamos de la influencia del bolero en la música del Brasil y del escaso influjo de la bossa nova en México. La conversación derivó hacia la admiración que guardo por una afición musical que como la brasileña sigue el impulso de sus grandes creadores sin fracturas generacionales. Me explico mejor. En ese país suramericano se preserva una calidad muy alta en las nuevas expresiones musicales porque se respetan las raíces como en ningún otro.

En la reunión con Álvaro Carrillo Jr hablamos de mis versiones al español de canciones como “Camionero” de Roberto Carlos, y de otras letras de Kleiton y Kledir que en versiones mías llegó a cantar la gran Mercedes Sosa. Lo que olvidé contarle fue lo que viene al dedo ahora más que nunca. Durante su estancia en México João Gilberto concibió algo muy especial en su discografía, pero algunas cuestiones legales con su productora volvieron una raridad el registro de canciones tratadas con arreglos extraordinarios, como “Bésame mucho” de Consuelito Velázquez. De esa colección, lo más atractivo para mí fue darme la oportunidad de escribir una letra de una melodía que carece de ella, y en donde João Gilberto tararea unas vocales con ese estilo suyo tan lúdico. Pero esa es otra historia cuyo desenvolvimiento tendrá su resultado y así le podré rendir un homenaje más personal a esta gran figura desaparecida este fin de semana.

El casi encontronazo con João Gilberto fue memorable, e incruento, pero se dio con esa magia cotidiana de los sucesos memorables de la vida. En un viaje que hacía con mi familia en los años ochenta desde Río de Janeiro hacia Sao Paulo, nos paramos en la carretera con un vado improvisado por la reparación de un puente caído. Yo observé la vía libre de autos en sentido contrario, en un único carril, y me animé a transitarla. Pero raudo, apareció un auto descapotable blanco. Quedamos frente a frente, con dos frenazos levantando polvo. Tuve el impulso de imprecar al chofer. Asentada la tierra observé al sujeto con lentes oscuros que conducía también de modo temerario. No pude criticarlo. Di marcha atrás de inmediato. Había reconocido en el volante de enfrente a João Gilberto. Atiné a decirle: “Primero usted, maestro…”. El hombre en busca de la perfección perpetua de acordes y notas más exigentes de su generación, sonrió, enredado en una bufanda de seda agitada por el viento y aceleró de nuevo…

Vinícius de Moraes, Tom Jobim y João Gilberto


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