Son las 8:00 de la mañana en algún lugar del mundo y Mary Watson (nombre imaginario) se dispone a entrar a su lugar de trabajo, pero no es cualquier lugar. Protegido dentro del vientre de una gigantesca montaña, Mary está a punto de ingresar en uno de los lugares más peligrosos del mundo.

Como cualquier mañana, luego de pasar exhaustivos controles de seguridad, Mary por fin llega a su laboratorio; allí la espera no cualquier bata o mandil de seguridad, sino un traje de bioseguridad nivel 4 (el más alto posible), de esos en el que el aire del exterior es incapaz de ingresar; más bien parece una bolsa Ziploc gigante. Aislada totalmente del exterior, y equipada con un tanque de respiración artificial, Mary más bien parece un buzo y no una infectóloga.

Ya son las 8:30 am y Mary se dispone a pasar las barreras de puertas que separa la seguridad de su vida y la del infierno silencioso y latente contenido en unos cuantos viales que albergan las bacterias y virus más mortíferos del mundo. Capaz de arrasar con la vida de miles de millones de personas, Mary sabe que una sola gota de cualquiera de esas sustancias es considerada como un arma biológica y un error allí dentro puede desencadenar un Apocalipsis.

Y aunque la de Mary pareciera un guion de ciencia ficción, es realmente la vida de muchos científicos que día a día trabajan para garantizar la supervivencia de la especie humana, y estar un paso adelante y poder así combatir a guerreros invisibles, indetenibles y, en algunos casos, hasta mortales.

En la historia de la humanidad ha habido momentos realmente oscuros, en términos de enfermedades o pandemias, en los cuales estos microscópicos “bichos” se cobraron la vida de millones de personas. Sin hacer distinción de raza, credo o posición político-social, desde reyes a plebeyos, la muerte cobraba cada vida como si fuera una deuda vencida, dejando desolación a su paso.

A lo largo de la historia nos hemos enfrentado a grandes batallas por la supervivencia y aunque es cierto que hemos “ganado”, estamos lejos de acabar. De hecho, con el pasar de los años el terreno ganado lo estamos perdiendo paulatinamente. Cada vez estos bichos parecen ser más fuertes, mutando y cambiando constantemente ante los ataques de nuestras armas bioquímicas (antibióticos), y es que la velocidad a la cual producimos nuevos y más eficientes medicamentos se ve desbordada ante la capacidad evolutiva de estos guerreros.

Al igual que todo ser humano es producto de la mezcla entre genes de la madre y del padre, dos virus dentro de un mismo huésped (persona o animal), pueden intercambiar material genético en el momento de su replicación, pudiendo dar paso a un nuevo virus con características únicas. Existen diversos mecanismos por los cuales se pueden originar mutaciones en virus y bacterias (aunque no son analizados en este artículo por temas de simplicidad), dichos cambios o actualizaciones son las responsables de convertirlas en versiones mejoradas de su antecesor, permitiéndole sobrevivir ante los ataques del sistema inmunitario.

Haciendo una mirada a nuestra historia, en el top del top de las pandemias, tenemos “a la reina del arroz con pollo”, la viruela, seguida por el sarampión, fiebre española, la popular peste negra, el VIH, entre otras.  Con un total de más de 800 millones de vida humanas cobradas, no es extraño imaginarnos que los gobiernos, alrededor del mundo, destinen grandes cantidades de recursos económicos y humanos en frenar, combatir y, de ser posible, erradicar dichas enfermedades.

Afortunadamente, muchas de estas enfermedades, como la viruela y el sarampión, han sido erradicadas y otras tantas controladas. No obstante, no dejan de ser un peligro latente, debido a que nadie sabe dónde pudiera repuntar una vez más. 

Finalmente, las bacterias y los virus han estado mucho antes que los seres humanos en la tierra y siguen campando a sus anchas en nuestras vidas. Con una capacidad increíble para adaptarse, camuflarse y mimetizarse con su entorno, seguramente seguirán estando por mucho tiempo después incluso de que la humanidad deje este planeta. Esto no quiere decir que no le daremos la batalla; de hecho, todo lo contrario y, gracias a Mary Watson y a otros tantos científicos, podemos decir que estamos un paso adelante, por ahora.


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