Cuando la presión del día a día parece absorber al venezolano de hoy hasta hacerle abandonar la preocupación por el mañana, más de uno, en solitario o en grupo, desde la academia, la administración, el empresariado o la política, ha dirigido su atención a la formulación de planes. Cada uno desde su campo y desde su perspectiva, todos desde la convicción de que es posible, que es necesario y es urgente. Esa es la sensación que queda luego de presentaciones como la reciente de José María de Viana sobre una de las claves para la recuperación: la infraestructura.

De Viana advierte en primer lugar la importancia capital de la infraestructura como espejo del desarrollo de un país, pero sobre todo en su condición de factor indispensable para impulsar y sostener ese desarrollo y como determinante en la calidad de vida de la población. Tanto pesa el renglón infraestructura que, anota De Viana, los gastos dedicados a ella a escala global sumaron en el año 2015 más de 14% del PIB mundial, incluidos los renglones servicios por redes (energía, agua, saneamiento, telecomunicaciones); transporte; ciudades, vivienda y hábitat; infraestructura social (salud, educación, justicia); petróleo, gas y minería. El dato contrasta con lo registrado por la Cepal en 2015, cuando señala que el gasto en infraestructura en América Latina y el Caribe solo llegó en 2012 a 2,3% del PIB, e insta a invertir 6,2% de su PIB anual para el período 2012-2020. En un país como la Venezuela de los últimos años, en el que el PIB lejos de crecer tiende a contraerse –12% para este año, según previsiones del Fondo Monetario Internacional– la tarea de reducir la brecha en materia de infraestructura luce inalcanzable.

No se trata de plantear el falso dilema de inversión en infraestructura versus gasto social, sino de entender que el mejor servicio a la sociedad es asegurar una infraestructura que favorezca el crecimiento y la calidad de vida de las personas. La falta de infraestructura o su mal estado atentan todos los días contra el bienestar de las personas y contra la productividad. La falta de inversión se paga con baja cobertura y baja calidad de los servicios públicos y, en consecuencia, con el malestar de la población y con altos costos añadidos, tanto económicos como sociales.

De Viana atiende más al cómo que al qué, de allí su foco sobre el financiamiento y la inversión. La realidad de los recursos limitados solo puede ser enfrentada desde la capacidad para convocar la inversión privada y para fomentar la participación de los ciudadanos, los usuarios, los contribuyentes. Las respuestas están en el pago por los servicios a precio de mercado, en formas de subsidio directo a las personas más que al productor del servicio, en impuestos locales o nacionales vinculados al patrimonio, a la renta o al valor agregado. La capacidad de pago de un país, sostiene De Viana, depende del crecimiento económico que logre.

La propuesta de José María de Viana tiene la virtud de tocar un tema fundamental, el de la infraestructura como factor necesario para el crecimiento, pero también la responsabilidad del Estado y del ciudadano. Se pone nuevamente en evidencia el difícil equilibrio de más Estado o más ciudadanía, de más dependencia o de más libertad. Se hace evidente también que hace falta fuerza política para decir la verdad y para decidirse por un modelo que reduzca el poder del Estado y dé más poder a los ciudadanos, que respete y aliente la iniciativa privada, que promueva la inversión privada nacional e internacional, que desenmascare la prédica populista detrás de la cual se ocultan el control y la sumisión, que plantee la disyuntiva de vivir con esfuerzo pero con independencia y calidad, o de someterse por una dádiva a la precariedad y a la dependencia. No cabe duda de que un país con aspiraciones al desarrollo necesita mantener una infraestructura moderna que permita el funcionamiento de la sociedad y abra las posibilidades para una mejor calidad de vida.

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