Como el nombre lo indica, Estados Unidos nació de la confederación de trece colonias británicas que se alzaron reclamando su derecho de decidir sobre los impuestos que les decretaban desde el aristocrático gobierno inglés resistido por los colonos ya imbuidos por una idea republicana. Aquellas trece colonias terminaron declarando la independencia y adoptaron una unidad nacional que denominaron Estados Unidos de América. Una larga historia de vicisitudes internas y con el imperio británico llegó al punto de la conformación de un Estado que nació de aquellas colonias, las cuales finalmente, en 1787, acordaron una Constitución y en ella se estableció el régimen republicano federal con tres poderes, pero el dominio real era del Congreso.

Después de la apretadísima síntesis anterior llegamos hasta la época del personaje principal de esta reseña, el juez John Marshall, a quien le confirieron la presidencia de la Corte Suprema, único tribunal norteamericano establecido en la Constitución. Corresponde al presidente de Estados Unidos nominar a los magistrados, y al Congreso, su aprobación. Al principio el cargo no tenía la relevancia de hoy día, y tanto es así que, por ejemplo, su primer presidente, John Jay, renunció para ir a ocupar una gobernación, su excusa fue que “el cargo carecía de peso, energía, dignidad y respeto”; Alexander Hamilton no aceptó el puesto porque prefirió ejercer como abogado; Robert Harrison también renunció para ocupar un ministerio. Entonces llegó John Marshall en el año 1801, quien sí se dio cuenta del poder que le habían dado y tuvo la inteligencia y visión para darle la importancia que ameritaba. En este caso se hizo verdad el decir de que es el hombre el que hace al cargo y no viceversa. Allí estuvo 34 años, solo la muerte lo hizo dejarlo. Su impronta está indisolublemente visible al lado de la grandeza de lo que ha llegado a ser el sistema judicial norteamericano.

John Marshall fue nominado para la Corte Suprema por el presidente John Adams, y al ser sometido a la aprobación del Congreso tuvo consenso bipartidista y se votó solo por una razón de menosprecio. “Ese quizás ni se entere de su propia candidatura”, fue el burlón comentario que trascendió de los opositores políticos en el Senado.

Marshall entendió claramente que Estados Unidos necesitaba fortalecer su condición de país líder en el sistema democrático republicano y que para ello se hacía necesario fortalecer el papel del Poder Judicial como árbitro entre los poderes y entre estos y los ciudadanos, y el caso de un banquero, William Marbury, demandando al gobierno para que se le entregara un cargo de juez de distrito que le había dado un gobierno en las últimas carreras de entregar el poder tras perder una elección le brindó la gran oportunidad para tal propósito, esta es la historia.

El caso Marbury vs Madison

Para entender este relato hay que ubicarse en el escenario de un país en formación, con un diseño de Estado con los tres poderes clásicos donde el dominante era el Congreso, punto de convergencia de las colonias originarias y donde radicaba el verdadero poder, desde allí se gobernaba todo, se dictaban las leyes nacionales y estadales, etc. En segundo lugar, estaba el Ejecutivo a cargo de un presidente con las potestades que conlleva, pero siempre sometido a las decisiones del Parlamento, donde todo estaba pendiente de las negociaciones políticas, y en tercer lugar, la Corte Suprema plasmada en la Constitución pero sin mayor relevancia por su falta de poder real.

En el año 1800 el presidente John Adams y su partido Federalista, a pesar de que tenían mayoría en ambas cámaras del Congreso, perdieron las elecciones y antes de entregar usaron aquella mayoría para emitir una ley que autorizaba al presidente para nombrar jueces distritales, lo cual hicieron a toda prisa. Uno de los allí designados, el banquero William Marbury, no pudo posesionarse porque el secretario de Estado saliente no ejecutó los trámites legales para que pudiera asumir su ansiado cargo de juez del Distrito de Columbia; se instaló el nuevo gobierno y tampoco le quisieron facilitar las cosas, entonces este puso una demanda ante la Corte Suprema: “Demando al (nuevo) secretario de Estado para que haga los trámites necesarios y se me entregue el cargo de juez del Distrito de Columbia que me ha otorgado el presidente en virtud de ley aprobada por el Congreso de los Estados Unidos”, decía el escrito.

Aquella demanda de Marbury puso al nuevo presidente de la Corte, el menospreciado John Adams, ante la disyuntiva de darle la razón y ordenar al Ejecutivo que hicieran lo necesario para que asumiera el tribunal, o negarse a hacerlo. Lo primero implicaría un golpe para la Corte, porque sería desobedecida y sin poder real para imponer su decisión, la expondría a un fracaso con el consiguiente deterioro de su ya precario poder. La segunda opción era negar la demanda bajo cualquier pretexto, lo cual también implicaría debilidad presente y futura ante los poderes Ejecutivo y Legislativo, específicamente a la posibilidad de someter al gobierno y al Congreso a las decisiones de la Corte. Allí brilló el intelecto de John Marshall, la sentencia fue magistral, visualizó una tercera opción, dijo que el Congreso había violado la Constitución al dictar aquella ley autorizando al presidente para nombrar jueces, que esos nombramientos no eran potestad ni del Congreso ni del presidente, solo era atribución de la US Supreme Court y, en consecuencia, declaró nula la ley y nulos todos los nombramientos hechos por el presidente con base en dicha ley. Así, por primera vez, se asentó el poder de la Corte para revisar los actos del hasta entonces unipoderoso Legislativo. Allí estuvo el histórico punto de inflexión, la atribución de declarar cuál ley era constitucional y cuál no. Allí nació el principio del poder revisorio de la constitucionalidad de las leyes, el famoso «judicial review».

Esta historia tiene mucho más que dar, pero ya por hoy no más, para un artículo, es bastante.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!