Asistía a un curso de Estudios Avanzados de Derecho Constitucional en la UCAB en Caracas, y en la cátedra que impartía el Dr Jesús María Casal nos habló del poder revisorio de la Suprema Corte de los Estados Unidos sobre la constitucionalidad de las leyes, citó el caso Marbury vs Madison y nos narró ese episodio jurídico que marcó un hito para el Estado de Derecho; nos llevó al caso reviviendo la historia de los primeros tiempos de aquella Corte y del juez John Marshall, personaje que la puso en el alto pedestal en que desde hace siglos se encuentra. El profesor Casal nos recomendó un libro sobre el tema, Algunos artífices del derecho norteamericano, escrito por Bernard Schwartz; salí apurado a buscarlo, lo leí de un solo tirón y en mi biblioteca es uno de mis favoritos. Al terminar el curso tampoco pude esperar e hice el viaje a los lugares donde se desarrollaron los eventos para poder tener cercanía física con ellos, me pareció vivirlos.

Hoy en día la Suprema Corte funciona en un majestuoso edificio ubicado al lado del Congreso en la capital de Estados Unidos, tiene 5 pisos en los que predomina el mármol y se le tiene asignado un presupuesto anual para su funcionamiento de cerca de 20 millones de dólares. No siempre fue así. La primera reunión de sus magistrados se celebró 297 años atrás, el 2 de febrero de 1790, en un local del desvencijado edificio de dos plantas de un mercado de carnes, “The Royal Exchange”, en New York. Cuando la sede del gobierno fue mudada a Washington allá se construyó un edificio para el Congreso y a la Corte apenas se le dio un pequeño e insignificante espacio en su sótano, fue el juez Marshall quien la sacó de aquella deplorable minusvalía cuando le asignaron su presidencia, la cual desempeñó entre los años 1755 y 1835. El abogado James Garfield, quien luego fue el vigésimo presidente de Estados Unidos, se refirió a John Marshall y su labor diciendo que a este “le entregaron una Constitución de papel y la convirtió en poder, encontró un esqueleto y lo vistió con carne y sangre”. Y, en efecto, así fue, a Marshall se le debe la transformación del insignificante tribunal y de la endeble Constitución en el poderoso gigante de hoy en el que logró fundir ambos.

Pero si aquella transformación de la Corte y de la Constitución es asombrosa, más lo es el hecho de que el hombre que lo logró, John Marshall, venía de una familia muy pobre y tuvo una muy escasa educación, su principal guía fue su iletrado padre, quien se le murió temprano, además de eso lo que tuvo fue apenas un año bajo la tutoría de un sacerdote y otro año con un maestro que vivía con su familia; las reseñas registran que cursó seis semanas en un curso de derecho, pero él se imbuyó tanto en el incipiente desarrollo institucional del país que generó una especial cualidad instintiva para producir derecho constitucional donde no lo había pero donde se necesitaba de manera vital. Los historiadores coinciden en que llegó a conjugar una labor judicial que a la vez era legislativa, fue un creador en la medida en que innovaba al tratar los casos que le tocaba conocer como juez para producir novedosas líneas de interpretación, lo que se denomina “jurisprudencia” que todavía, tanto tiempo después tienen aplicación. Las bases constitucionales de Estados Unidos se comenzaron a establecer con el juez Marshall y sus sentencias que sentaron los principios fundamentales de la nación.

El caso Marbury contra Madison

Esta fue la más importante y famosa de las sentencias dictadas por la Suprema Corte bajo ponencia del juez John Marshall, pues en ella se afianzó la competencia judicial para controlar los actos de los demás poderes, esta es su fascinante historia:

En el año 1800 el Partido Federalista del entonces presidente John Adams, que tenía mayoría en el Congreso, perdió las elecciones ante el Democrático Republicano que llevaba a Thomas Jefferson de candidato a la presidencia, y antes de hacer entrega del cargo los perdedores con mayoría parlamentaria procedieron a una apurada actividad en la cual aprobaron una ley que permitía al presidente nombrar jueces, y haciendo uso de dicho instrumento nombraron a una gran cantidad de ellos, todos de la tendencia del partido perdedor, entre ellos a un banquero de nombre William Marbury. El Senado confirmó las designaciones hechas por la Cámara de Representantes y el presidente saliente, Adams, firmó los decretos de nombramientos, pero para que se pudieran hacer efectivos era requisito que a cada uno se le colocara el denominado “Gran Sello” que refrenda los cargos oficiales y despacharlos, lo cual correspondía hacer al secretario de Estado, que por los apuros de los últimos días en el cargo en los que se tenía que preparar la entrega al sucesor, dejó de hacerlo para algunos de los recién nombrados jueces que entonces no pudieron ocupar los nuevos cargos, y uno de ellos, el mencionado banquero federalista Marbury demandó al nuevo secretario de Estado, republicano él, a que terminara la colocación del Gran Sello y la remisión del acta de nombramiento para entonces poder posesionarse en el cargo de juez. La demanda fue interpuesta por ante la Suprema Corte y exigía un mandamiento que ordenara tal actividad.

Tremendo el dilema en que se encontraba John Marshall como magistrado al que tocaba dictar sentencia de una demanda que presentaba solo dos alternativas: declararla con lugar ordenando al Ejecutivo hacer algo que de seguro no iba a hacer dada la falta de poder coercitivo de la Corte y con lo cual esta quedaría todavía más disminuida en su prestigio, o rechazarla renunciando así a la posibilidad de la revisión judicial de los actos del Poder Legislativo, lo cual no quería ni debía hacer el juez Marshall.

Muy largo este artículo, en la próxima entrega les contaré qué hizo el juez John Marshall en este caso que marcó época con una sentencia que es considerada la más importante de todos los tiempos en la historia judicial norteamericana (quienes no puedan esperarme al próximo jueves pueden comprar y leerse el libro).


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