Ambos vocablos merecen escribirse con letras mayúsculas. Definirlos es pretender abarcar lo inabarcable. Mejor es ocuparnos de la trascendental importancia contenida en ambos términos. ¿Quién duda que el hombre es un haz de preocupaciones, de emociones, de dudas y también de ilusiones? Cuando decimos hombre no nos estamos refiriendo solo al varón, dentro de ese vocablo está incluida la indispensable mujer. Por ello, acertadamente, se le ha definido como “todo individuo de la especie humana, cualquiera sea su edad y sexo”.

Hombre no es la simple figura humana que ocupa un espacio. Dentro de esa tangible figura está lo más importante del ser humano, el aparato intelectual o psíquico, o como se le quiera llamar. Allí está la fuente, el manantial, donde nacen, se alborotan y multiplican las tantas inquietudes que no nos dejan vida tranquila. Una de ellas es la educación. Esta no es una simple inquietud, es la gran necesidad para establecer las normas que deben regir la sana convivencia en sociedad. Entonces, la educación se requiere en todo y para todo. Hay una que denominamos informal o asistemática, es la que se adquiere libremente, y desde el hogar, sin planificación ni escolaridad, en la que todos somos educadores y educandos, la que rige nuestro comportamiento ciudadano: buenos modales, respeto, prudencia, honestidad y demás virtudes que deben caracterizar a las personas.

La otra educación es la formal, la que se cursa en las instituciones creadas para tales fines, entre ellas, las destinadas principalmente a la formación de profesionales, la cual es debidamente planificada y sometida a rigurosas normas. Es, pues, sistemática. A propósito de profesiones, algunas se consideran sagradas, por ejemplo, la medicina, cuyo propósito es la ausencia del dolor y el alcance de sana longevidad. Igualmente lo es el magisterio, por tratarse de una misión que trasciende con múltiples efectos. Así, para ser educador formal, además de vocación y aptitudes, se requiere de actitudes como responsabilidad, tolerancia a las ideas ajenas, prudencia, respeto a las personas, sentido humano y de justicia, y tantas otras que el educador debe trasmitir con su ejemplar actuación a la vez que imparte los contenidos programáticos. El educador debe ser como el mejor agricultor.

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