No pensaron nunca Jorge Romero Gutiérrez, Dirk Bornhorst y Pedro Neuberger que el diseño de su Helicoide, en los años cincuenta, proyecto frustrado de un centro comercial privado para más de 300 propietarios, de singular importancia para el momento y de indisoluble valor como obra arquitectónica, contribución al desarrollo y transformación de Caracas, en un punto de unión entre la vieja y la nueva ciudad, terminaría convirtiéndose en un centro de reclusión para presos políticos.

El Helicoide se encuentra ubicado en la Roca Tarpeya, colina que evoca la rupes tarpeia,  lugar de ejecución de los traidores a Roma.

El mencionado proyecto, objeto, entre otros, del importante trabajo de investigación de la historiadora cultural Celeste Olalquiaga, quien calificó la edificación existente como una ruina viviente y destacó su siniestra involución, fue expuesto en el Moma de Nueva York en 1961.

La estructura truncada, inacabada y desechada, tal vez bajo el prejuicio de su asociación con el régimen político en el que se inició, sin relación alguna con su orientación, albergó con el paso del tiempo oficinas gubernamentales del “ambiente” y, en definitiva, logró su “reconocimiento” fuera de nuestras fronteras, por su destino carcelario.

El Helicoide, sin duda, al igual que nuestro inconcluso “Palacio de Justicia”, en la esquina de Cruz Verde, que recuerda, según algunos, la sede de Inquisición en estas lejanas tierras de América, además de proyecto arquitectónico malogrado, se constituye en un elocuente ejemplo de la “justicia venezolana fallida”.

Presos sin orden judicial, bajo el alegato de una supuesta flagrancia que nada tiene que ver con la sorpresa en el momento en que se está cometiendo el delito o acaba de cometerse, un importante número de venezolanos paga una condena anticipada por delitos simplemente enunciados, que no guardan relación alguna con hechos merecedores de las máximas sanciones del ordenamiento jurídico, viéndose asimismo sometidos a procesos penales que nunca llegan a la “audiencia preliminar” bajo la inexorable “ley del diferimiento”, todo lo cual se constituye  en el instrumento eficaz para mantener amenazado a cualquier disidente, en “el mejor de los casos”, sujeto a medidas que le impiden la salida del país,  con un régimen de presentación por años y la invención de una inconstitucional prohibición de no declarar a los medios.

Este es el cuadro de la justicia frustrada que encuentra su correlación con la existencia, en nuestros días, de un depósito de reclusos como El Helicoide, a cuya historia se añade un doloroso capítulo sobre la persecución penal por motivaciones políticas.

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