El respetado profesor Ricardo Hausmann acaba de publicar un muy comentado artículo expresando su opinión en el sentido de que la crisis que atraviesa Venezuela pudiera ser resuelta a través de la instauración de un nuevo gobierno, cuya legitimidad le permitiría solicitar una intervención militar extranjera.

La casi totalidad de las voces que han comentado la idea de Hausmann –incluyendo la nuestra– se han pronunciado en desacuerdo con la solución propuesta por nuestro compatriota, que es un connotado académico en la Universidad de Harvard y persona cuya integridad moral e intelectual está fuera de toda duda. No obstante, hay que rendir homenaje a la valentía de Hausmann, quien seguramente no habrá dejado de ponderar con anticipación el impacto de lo que iba a proponer y tampoco hay que descartar los sentimientos que en la intimidad “in pectore” muchos venezolanos comparten sin atreverse a decirlo.

La posibilidad de una intervención militar –con o sin participación norteamericana– en nuestro continente a estas alturas del siglo XXI es prácticamente nula no tanto por razones morales –muchas veces dejadas de lado–, sino por absoluta inconveniencia política y porque existen otros medios más eficaces –la presión y las sanciones– para conseguir que un gobierno dictatorial cambie de rumbo o salga del poder.

No podríamos afirmar que Mr. Trump, maestro de la manipulación mediática, no pudiera considerar opciones de fuerza para Venezuela. Sin embargo, ante otros retos más importantes para Estados Unidos, como son Corea del Norte, Irán, Siria, Yemen, etc., el presidente norteamericano no ha pasado de la amenaza pintoresca suculentamente reseñada por los medios pero sin concreción alguna por los momentos. Afortunadamente, en el “imperio” existe un Estado de Derecho con contrapesos constitucionales que impiden que una posible obnubilación presidencial se traduzca en una acción de consecuencias muy malas.

En el caso de Latinoamérica una acción militar norteamericana daría al traste con el esfuerzo sostenido por varias administraciones por borrar la imagen intervencionista que hasta hace pocas décadas caracterizaba la relación de Washington con el sur del Río Grande. Parecería que la invasión a Grenada en octubre de 1983 marcó el fin de esa estrategia.

Este columnista, recuerda nítidamente que en ocasión de aquel evento salimos a criticar en los medios la prepotencia imperial con la consecuencia de que varios de los ductores de nuestra política exterior de entonces nos aconsejaron no insistir con esa tecla, sino más bien quedar callados y secretamente agradecer al presidente Reagan haber hecho el favor de liquidar al comunista Bishop, relevarnos de un vecino peligroso y, de paso, cargar con el costo político y material de la acción. Claro: Grenada no es Venezuela ni se podría resolver con el desembarco nocturno de unos centenares de “marines”, aunque vinieran ellos provistos de sendas cajas CLAP.

Hoy en 2018 tampoco parece que ningún país latinoamericano fuera ni a contribuir ni a celebrar una ocurrencia de ese tipo de acción en adición al hecho evidente de que casi ninguno tiene cobija de sobra con que arroparse. El imperialismo de hoy tiene ya otro disfraz.

La dinámica internacional actual demuestra que son la presión internacional y las eventuales sanciones las que logran las rectificaciones requeridas. Sin embargo, en ese mismo terreno los políticos se cuidan mucho de esconder sus preferencias sabiendo que toda sanción empieza por ahorcar a los ciudadanos menos favorecidos que –de paso– son los que votan.

No obstante, hay que reconocer que en la actualidad países como Irán, Rusia, Corea del Norte y otros han tenido que reevaluar sus ejecutorias como consecuencia del repudio y la sanción de la comunidad internacional. Miraflores todavía resiste –es cierto–, pero ya es evidente que hay tensiones internas que auguran la posibilidad de algunas rectificaciones cuya naturaleza o impacto aún no conocemos.

En todo caso, la polémica desatada por el profesor Hausmann tiene la utilidad de haber abierto un debate que a lo mejor sirve para vincular la preocupación del venezolano de a pie, cuya incógnita diaria es arreglárselas para poner el pan o la arepa en la mesa familiar, con el gran debate político que hasta ahora no es el centro de sus inquietudes.

Algunos podrán pensar que llegó la hora de elegir entre aquello de que “con hambre y sin empleo con Maduro me resteo” o si se pudiera considerar la opción de decantarse por la bolsa CLAP dejando a un lado los eslóganes revolucionarios elaborados en los círculos del poder que cada vez parecen más alejados de la más primaria de las necesidades de todo ser humano: comer. Las protestas que diariamente reseñan los medios sugieren que tal vinculación está tomando vigencia. Los protestantes no claman por democracia, piden su bolsa CLAP sin verificar ideologías ni procedencias.


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