Haga lo que haga, Clint Eastwood será recordado por Harry Callahan, apodado el Sucio, aquel inspector de la policía de San Francisco, que anteponía su Magnum 45 a los derechos humanos. Para alegría de sus detractores (que siempre tuvimos problemas para reconciliar el gusto por sus películas con su deplorable ideología), a partir de Bird en 1988, Eastwood, que había pasado a ubicarse detrás de las cámaras, nos sorprendió con películas inteligentes, sensibles y, en general, muy dadas a describir personajes aquejados por una debilidad mayor que los definía.

Podía ser la droga y la tristeza del gigante del jazz Charlie Parker en la mencionada Bird, la obsesión de un director por la caza mayor (Cazador blanco, corazón negro), un vaquero alcohólico (Imperdonable) o un viejo racista que buscaba redimirse (Gran Torino). Los ejemplos sobran, pero Eastwood parecía dirigido por una obsesión similar a sus personajes. Buscaba redimirse y demostrar que, en primer lugar, podía ser un director serio, que reconocía a sus maestros Don Siegel y Sergio Leone, creadores de una obra personal dentro del cine de acción y músculos. En segundo lugar, hacerle saber a todo el mundo que todos aquellos pecados de juventud quedaban atrás y que, si bien seguía siendo un republicano de corazón (¡apoyó a Trump!), era sensible a las debilidades de sus personajes.

Esta entrega se inspira en un caso real, según refleja un artículo de junio del 2014 de The New York Times, sobre un anciano, de nombre Leo Sharp, que durante años llevó y trajo por las rutas estadounidenses dinero y cocaína en una de las ramificaciones últimas del temido cartel de Sinaloa. Para hacer más interesante la anécdota, con la cual la película se toma justificables libertades, el buen hombre era un cultivador de lirios, empujado a la bancarrota por la tecnología mercadotécnica del siglo XXI. A partir de ahí, la película juega con varias ambivalencias que empiezan con el sobrenombre (Tata, es decir abuelito) que el cartel le pone, lo cual obviamente describe su condición, pero pasa a ser su nombre de guerra dentro de la estructura clandestina de la organización.

Sharp es, sin duda, una víctima de un estado de cosas en el que un comerciante de flores tiene pocos chances si no ha aprendido los rudimentos de la tecnología. Pero a la vez es un padre irresponsable, peor esposo y lleva una vida disipada cuya indisciplina llega a molestar a sus jefes delincuentes. Pero esas contradicciones son las que, irónicamente, le dan un aura de impunidad que la mula intuye, tal vez sin terminar de entender.

Estamos en la era de los perfiles, todos de una u otra forma somos un objeto que cae dentro de coordenadas que nos transforman en un blanco, de mercadeo en la mayoría de los casos. Pero ese perfil viene en realidad de las técnicas policiales. En una de las escenas más sarcásticas del filme, la policía deja pasar a la mula vieja y detiene al chofer de una camioneta que tiene rasgos latinos, pero ¡que no habla español!

Con La mula Eastwood, de alguna manera, logra defender lo que alguno de sus personajes de los setenta jamás hubiera defendido. Como un buen abogado, abandona el perfil policiaco del acusado, que por supuesto lo condena, para enfocarse en la persona. Y, obviamente, Sharp es un viejecito encantador, aun mujeriego, amante de la buena vida, y –al igual que el director– reacio a doblegarse ante la autoridad, sea esta la de la sociedad que lo llevó a la quiebra, o la de los villanos de Sinaloa. Porque Eastwood encarna a ese curioso, a menudo incomprensible, perfil americano. El del Maverick. La palabra remite a un tal Samuel Maverick, ranchero de Texas, que se negaba a marcar su ganado, en un síntoma de independencia que apuntaba a la negativa a ser encasillado. Más malintencionadamente podemos pensar que es aquel que antepone su rebeldía al derecho de propiedad (suyo o de los demás, admitámoslo). En todo caso un “maverick” es un solitario, alguien difícilmente “perfilable”, si de inventar palabras feas se trata. Y en este punto la obra de Eastwood se muerde la cola. Leo Sharp, el inofensivo viejecito amante de los lirios que cultiva con cuidado, es tan imprevisible y muy difícil de etiquetar para la policía, para el espectador y para el periodista del The New York Times (a quien la historia le pareció tan disparatada que escribió sobre ella), y sin duda para el productor, que no es otro que Clint Eastwood.

Es tan difícil de encasillar como Clint Eastwood, ese actor director cómodo como pistolero de spaghetti westerns, policía autoritario de la era Nixon, amante del jazz anárquico y libre, o activista republicano, capaz de pinceladas redentoras para un narcotraficante octogenario.

La mula (The Mule). Estados Unidos 2018. Director: Clint Eastwood. Con Clint Eastwood, Dianne Wiest, Bradley Cooper.


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