En aquel tiempo no solo «se vivía mejor» sino que los adecos y copeyanos, ignorándome porque nunca he sido ni socialdemócrata ni socialcristiano, se movían cada uno en su lugar pero respetándose como si fuesen rivales en el beisbol profesional, es decir, magallaneros y cerveceros del Caracas. (¡Cuando supe que Hugo Chávez era fanático del Magallanes, me pasé a las Águilas del Zulia porque no solo volaban lejos sino porque me daba vaina saber que el paracaidista aplaudía los jonrones de mi equipo!).

El bulevar de Sabana Grande se hizo peatonal y los bares y restaurantes procuraban satisfacciones en determinadas zonas porque sintiéndose en seguridad, sin temor a ser asaltados por delincuentes empecinados, se prolongaban hacia la calle y las mesas trasmitían entre ellas las risas y alegres conversaciones de sus ocupantes.

Algunos integrantes del grupo literario Sardio, Salvador Garmendia, Luis García Morales, yo mismo y otros más pastoreados por Adriano González León, comenzamos un largo recorrido de tragos a todo lo largo de Sabana Grande desde el lugar donde se levanta hoy el edificio de La Previsora hasta el final de la avenida en Chacaíto. El sitio de La Previsora lo ocupaba entonces El Gato Pescador, un bar cuyo propietario era, creo, de origen húngaro. Adriano lo llamaba Halasko Maska sin saber que así se dice «gato pescador», en idioma ajeno, es decir, Adriano llamaba «gato pescador» al dueño del bar. Se decía de él que alquilaba a su mujer.

El mayor problema de Sardio en Sabana Grande no estaba en el manejo del lenguaje literario sino en el acoso de los «chifles»: así mentaba Adriano a los asomados que sin pedir permiso se sentaban a la mesa para saludarnos y adularnos mientras consumían cervezas y luego se levantaban y se iban sin pagar. Huyendo de esa implacable peste humana que nos perseguía terminamos como Dionisios, escondidos en calles transversales consumiendo tragos en bares de mala muerte, de esos que riegan aserrín en el piso para controlar el pichaque de la derramada cerveza de sifón. Ignoro si esos bares aún existen, pero no dudo que los chifles abusadores, hoy francamente bolivarianos, deben seguir tenaces y en aumento. ¡Algunas víctimas del régimen ya están llegando a la puerta de mi casa pidiendo comida en lugar de tragos y se asombran al constatar que no tengo nada qué ofrecerles porque bajo el comando bolivariano también estoy tan descalabrado como ellos!

Pero no se trataba únicamente de los chifles. Se acercaban a nuestra mesa músicos callejeros dominados por el alcohol y empeñados en maltratar a sus guitarras. Ocurrió una vez que una lejana parienta mía que se las daba de intelectual, vapuleada por dos o tres tragos de más, invitó a unas desafinadas guitarras no solo a sentarse en nuestra mesa sino a llevarlos a casa. Su marido trató en vano de desalentarla y allá fuimos todos y se hizo evidente que resultaba fácil llevarlos pero muy difícil sacarlos de la casa. ¡Era dura aquella necesidad de celebrarnos en Sabana Grande!

Años más tarde, cuando la República del Este se instaló en el Vecchio Molino apareció en el bulevar un fatídico y traicionero Triángulo de las Bermudas formado por los bares-restaurantes Franco, Vecchio Molino y un bar conocido como La Bajadita. Toda una generación de artistas e intelectuales que no logró formar una República Socialista de clara inspiración cubana, sucumbió en el Viejo Molino víctima de una tardía aunque voluntaria bohemia autodestructiva, amparada por la presencia fatal de aquella frágil y aturdida República.

Pero una noche el mundo de Sabana Grande, mi propio mundo nocturno animado y cervecero, conoció una violenta sacudida, un ingrato estremecimiento provocado por la imperdonable impertinencia de un chica que escribía malos versos y compartía alegre e irresponsablemente las cervezas de nuestra mesa. Vimos acercarse a un hombre joven pero estropeado indigente, «un pobre hombre en la cuarentena de su desdichada existencia; la antítesis de un héroe» habría dicho Isabel Allende de haber estado presente tal como escribió en Paula, (Sudamericana. 2009. ¡Un libro que hace llorar!).

Era claro que aquel hombre de la calle no envidiaba nuestros tragos y mucho menos las risas de nuestro feliz entusiasmo. ¡Pedía dinero! Fue entonces cuando la insolente versificadora se le enfrentó con voz hiriente y endurecida: «¡Un hombre como usted, tan joven, ¿por qué pide limosna en lugar de trabajar? ¡Debería darle vergüenza! ¿Dígame, por qué lo hace? ¿Qué lo impulsó a hacerlo?».

El inesperado e imperdonable estallido de la muchacha nos sorprendió y molestó a todos. Revelaba intolerancia y desprecio humano; sus indignadas palabras ponían de manifiesto precisamente lo que no debe decirse de alguien en situación menesterosa, y en el acto la borré definitivamente de la lista de  posibles caricias; alejé de mí, para siempre, a la chica que envilecía el lugar que ocupaba en nuestra mesa. Se le da o no lo que el indigente pide, pero jamás se le endilga una perorata moralizante. Nada ni nadie nos autoriza para indagar las circunstancias que lo han llevado a mendigar. Por parte de la muchacha era alevosía, perverso desempeño. No se puede humillar a quien ya es víctima de su propio malvivir. En todo caso, no tuvimos necesidad de arremeter contra la descarrilada muchacha porque el indigente, sin vacilar y sin quitarle la mirada de encima, con voz que parecía llegar desde una lejana, triste y desventurada nostalgia dijo: «¡La vida, señorita, la caprichosa vida!».


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