Hoy soñé otra vez con La Habana. Desperté viéndola como un libro. Quizás mi libro. Nunca he podido despegarme de La Habana. Sé que jamás podré separarme de su embrujo, así la terminen de desbaratar, así la borren, pues La Habana que me acompaña no es el vulgar espejismo en que ha convertido a mi ciudad esa mezcla letal de miseria, hipocresía, miedos y chabacanería. Toda esa bazofia que me hizo escaparme, salvarme, no ser una pieza más de sus derrumbes, su decadencia. Aunque mi generación, como otras más, sea entre otras cosas un carnaval de escombros y naufragios.

Leer mi ciudad, mi primera ciudad, fue alguna vez, mientras viví en ella, una de mis lecturas favoritas. Creo que la más ardua y a la par la más adictiva. La Habana, como pocas ciudades, más que un lugar en el mundo, es un libro. Y no siempre abierto. Muchas de sus páginas han sido arrancadas, incineradas, trastocadas, vueltas un doloroso y ordinario olvido. Por suerte no todas.

Mi Habana, más que una ciudad, es un artefacto mental, sentimental, no sentimentaloide. Un ejercicio, eso sí, repetido, casi obligatorio como una buena borrachera por una razón insignificante, pero inevitablemente gozada. Y para nada me molesta esa relación de celador, de guardaespaldas que compartimos La Habana y yo, ella conmigo y yo con ella. Me duelen las piezas rotas de la ciudad real, sus profundas y sucias heridas, pero me salva pensar, como un niño feliz que arma un rompecabezas, en sus mejores tiempos. Su historia. O eso que quiero conservar como su historia. La que me contaron, la que leí. La que imagino. La mía en ella.

No se trata de nostalgia, ni mucho menos de melancolía por la arquitectura, destartalada en gran medida, ni por los recuerdos de los muchos años que allí viví, buscándola, buscándome entre sus mitos, avatares, escombros, misterios y finalmente entre sus fugas, de las que soy parte. Querer saberla, vivirla, es un interés sostenido, una especie de imán que me empuja contra los significados simbólicos de eso que es más que ciudad y memoria. La Habana es más que eso para mí.

De ahí que más que cavilarla o estar al tanto de lo que allí sucede por las noticias –las ciertas y las inventadas, que nunca faltan– o por los testimonios de algunos amigos, esos que a veces se atreven a contarla y a confesar sus quebrantos, La Habana llega más a mí por sus libros, que tal vez sean pocos, pero sus espíritus nunca me abandonan. Libros que cuentan las historias de la ciudad y libros que, además, como un plus decisivo, han podido atrapar los sentimientos de su gente que siempre será mucho más difícil y también más raro. Esa especie de pericia que pertenece más al oficio de escritor que al de periodista, historiador o un perturbado recolector de hechos. La Habana está hecha talco, suele decirse, pero también está hecha libros.

Hay libros y autores habaneros a los que siempre, al menos desde los años noventa, no he podido dejar de regresar. El caso más fervoroso es un habanero que no nació en La Habana, Guillermo Cabrera Infante (Gibara, 1929-Londres, 2005) y dos clásicos: Tres tristes tigres, escrita hace más de 50 años, y La Habana para un infante difunto, que cumplirá 40 años. El autor y las novelas que más cerca tengo, que más cerca viven entre La Habana y yo. Y tal vez a los que más he recurrido con un placer infinito. Ni Salinger, ni Kundera, ni Eco, ni Borges, a los que he vuelto una y otra vez, sin proponérmelo, sin proponérselo, me han regalado tantos placeres literarios como estas invenciones de Caín, el autor más cubano, más habanero que conozco. 

No es gratuito que cada vez que alguien, cubano o no, me pregunta qué es La Habana, por muchos tópicos que pueda abordar, siempre termino diciendo que La Habana son las novelas de Cabrera Infante, ganador del premio Cervantes 1997. Al menos esa es La Habana que yo siento. La que me interesa. La que quiero. Aunque ya no sea un infante. Aunque los tigres se hayan vuelto animales intangibles, borrosos, famélicos como palabras sin aliento. Como una ciudad sin mitos, sin pasiones, sin elogios, sin sueños como estos. Y aunque en algunas cosas, inevitablemente, no sea más que su habitual difunto.

La Habana está ahí, en esas páginas que pueden tocarse como un arpa de piedra. Lo que ahora ves sobre sus calles, allá en la isla, es solo el espejismo de un viejo funeral que aún no termina. Que no te engañen.


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