Uno de los testimonios más estremecedores de los espantosos desastres de la Guerra a Muerte, el bautismo de sangre, crueldad y devastación con que se hiciera a la vida la República de Venezuela, apareció en Londres en 1828, bajo el escueto título de Guerra a Muerte, y la anónima autoría de un oficial inglés, enrolado en una de las tantas levas organizadas en Europa por enviados especiales con el fin de auxiliar a los venezolanos en su asimétrica lucha independentista contra las experimentadas tropas de la corona española. Fue traducido y publicado en Buenos Aires a mediados del siglo XX, hasta que, habiendo llegado a manos venezolanas, fuera publicado en 1977 por la Editorial Centauro. 

Del precioso ejemplar del que me hiciera hace años en mis buceos por librerías de viejo, extraigo los siguientes párrafos: “La propia naturaleza de esta guerra a muerte y de exterminio deja en el ánimo del que la estudia y mucho más del que la ha presenciado, una profunda impresión de melancolía que perturba la serenidad del ánimo, requerida para una narración circunstancial…La más preciosa sangre de los habitantes de aquellas regiones corrió profusamente. Las más hermosas ciudades fueron arrasadas y sus habitantes pasados a cuchillo tan sistemáticamente que aquella bella región del mundo se convirtió en el teatro natural de la rapiña, la devastación y la masacre. No es aventurado afirmar que nunca, en ningún tiempo, en ninguna edad ni en ningún país la historia registra una matanza premeditada de tal magnitud y tan cruel en la aplicación de torturas peores que la misma muerte. De la oficialidad española puede asegurarse que murieron cosa de 8.000 individuos…En cuanto a los patriotas y partidarios de la independencia los archivos registran la increible cantidad de 200.000 personas sacrificadas. La sangre se vertió en terrible abundancia…La total destrucción de ciudades enteras es cosa probada por los mismos actores en documentos oficiales incontrovertibles…’El pueblo o ciudad de …con todos sus habitantes ha desaparecido de la faz de la Tierra”.

Lo que nos interesa a los fines de nuestro propósito –destacar la asistencia humanitaria de países aliados en trágicos momentos de nuestra historia– lo señala el anónimo autor del relato unos párrafos después, cuando señala: “Por aquel tiempo la guerra de exterminio estaba en pleno apogeo y el terrible furor con que era llevada a cabo hacía que tanto el Congreso como el pueblo de Venezuela comenzaran a dudar de la posibilidad de arrojar de aquel país a sus sanguinarios opresores, a menos de que pudieran recibir ayuda extranjera”. Ya el coronel English, entonces al servicio de Colombia “llegó a Inglaterra…para llevar una brigada de ingleses e irlandeses que debían combatir por la independencia de Suramérica…English recibió la debida autorización firmada por el presidente Bolívar.” 

Huelga decir que del respaldo de dichas tropas extranjeras y del logro de la victoria que contribuyeron a obtener provecho todas las naciones cuyos gobiernos hoy se agrupan en el llamado Grupo de Lima, y quienes por razones de ignorancia histórica y minusvalía política se niegan a facilitarnos la aplicación de ese necesario e indispensable expediente. 

Bolívar no solo autorizó entonces la leva de soldados europeos para fortalecer sus tropas y derrotar a los mucho más experimentados y profesionales soldados españoles. Lograda la Independencia y vistas sus desastrozas consecuencias –el caos, la ruina y la devastación de pueblos incultos e incapaces de un auténtico auto gobierno– no encontró más que dos posibles salidas: en primer lugar, la dictadura, que le fuera concedida por Ecuador y Perú y que él aspiraba a conseguir de su propio país, la Gran Colombia, cuando se aprestaba a participar en el Congreso Anfictiónico de Panamá. Teniendo, por cierto, el propósito compartido con el Gran Mariscal de Ayacucho de invadir Cuba y España, si fuera necesario.  Pero sobre todo la entrega de la administración de los nuevos Estados al imperio de la Gran Bretaña. Murió convencido de que sin gobiernos fuertes y la supervisión de la corona británica o los Estados Unidos de Norteamérica, la independencia americana se ahogaría en un océano de sangre.

Si bien la independizada América española no sufrió los horrores que presagiaba Bolívar y pudo hacerse al futuro sin el control extranjero, el tribuno conservador Fermín Toro, espantado por el asalto al Congreso del populacho liberal en 1848, durante el gobierno de Monagas, que se saldara con el asesinato de algunos diputados, veía a Venezuela tan al borde de la catástrofe que lo obligó a pedirle mediante una misiva enviada el 20 de mayo de 1848 al diplomático norteamericano Shields que mediara ante su gobierno y viniera en nuestro auxilio: “Una parte muy principal de la sociedad venezolana dirige sus miradas al gobierno de Estados Unidos y espera que impedirá en un pueblo amigo el reino de la anarquía y los horrores de una guerra fratricida”. 

Si dos de nuestros más esclarecidos próceres, Simón Bolívar y Fermín Toro, no han visto otra tabla de salvación en medio del naufragio que recurrir al auxilio de potencias extranjeras, ¿qué mayor legitimación esperamos para que el Congreso y su presidente, el diputado Juan Guaidó, soliciten la intervención de fuerzas aliadas? ¿No basta con mirarnos en el espejo de nuestro trágico pasado?

Con una brutal diferencia que agrava nuestra circunstancia: Bolívar, Sucre y Páez luchaban solamente contra España. Nosotros luchamos contra Cuba, Rusia, China, Turquía, Siria e Irán. ¿No son razones de suficiente peso como para conmover el espítiru de quienes intentan gobernarnos y moverlos a que exigan el R2P e invoquen de una buena vez el 187#11?


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