Del régimen de Juan Vicente Gómez a la dictadura de Nicolás Maduro se cierra un círculo en el que los extremos se tocan y enlazan. Se inicia con el “cesarismo democrático” del primero y concluye con la “dictadura proletaria” del segundo. La singularidad de ambas tiranías es que en ellas la carta magna es, en la práctica, un trapo viejo desflecado que sirve para todo. Lo realmente significativo para nosotros es que del fenómeno deriva necesariamente, de modo ineluctable, un nuevo comienzo.

Es interesante observar que en ese nuevo inicio la juventud desempeña un papel principal. En el caso del tirano de La Mulera, los hechos que definieron el nuevo rumbo se escenificaron en el curso de los distintos eventos que se programaron para la Semana del Estudiante, que tuvo su arranque el 6 de febrero de 1928. Como reina de los festejos se eligió a Beatriz Peña: “Moza fresca y garrida, llanera de Zaraza, con todo el sol de los llanos atisbando desde sus pupilas”, a decir de Miguel Otero Silva.

A Jóvito Villalba le correspondió hablar en el Panteón Nacional, ante las cenizas del Libertador, exigiéndole al padre de la patria que infundiera algo de sí mismo para la reconstrucción de su labor deshecha, suplicándole además su incorporación a la cruzada que entonces se iniciaba. En actos posteriores le tocó a los jóvenes Joaquín Gabaldón Márquez, Juan Oropeza, Pío Tamayo, Jacinto Fombona Pachano, Antonio Arráiz, Jacinto Fombona y Gonzalo Carnevali, entre otros, poner de manifiesto sus espíritus rebeldes y los ideales libertarios por los cuales luchaban. La osadía costaría la cárcel a más de cuatrocientos estudiantes, a cuya cabeza estuvo Raúl Leoni, pero dejó sembrado en el país los deseos de libertad y democracia que se alcanzaron años más tarde.

El registro de los acontecimientos iniciáticos fue recogido en un panfleto político (En las huellas de la pezuña, 1929) escrito por Rómulo Betancourt y Miguel Otero Silva, que para nosotros tiene la misma relevancia del Yo acuso de Émile Zola para los franceses. José Rafael Pocaterra da fe de su importancia al escribir en el prólogo de la publicación lo siguiente: “Este libro es acaso la primera y más brillante página que generación venezolana alguna, excepto la que hizo el milagro de la independencia, haya inscrito en el prefacio de su hoja de servicio”.

Los jóvenes líderes no se reservaron epítetos ni palabras altisonantes a la hora de redactar su libelo acusatorio, y se jugaban con ello el propio pellejo. Pero lo importante fue que pusieron el dedo en la llaga de una dictadura que ya estaba agotada por su extremismo. Con sus acciones la muchachada se ganó el apoyo incondicional del pueblo, como lo pusieron en evidencia Betancourt y Otero cuando reseñaron la llegada de los querubines de la libertad a Valencia:

“El pueblo íntegro, recordando sus arraigadas tradiciones de civismo, protestó valientemente por el atentado cometido contra la juventud universitaria; a las puertas de los comercios, en las ventanas de las casas, en las esquinas, se agrupaban los hombres, gritando ‘vivas’ a los estudiantes y ‘mueras’ a la tiranía; las mujeres (…) nos bendecían (…) Muchos estudiantes nos secábamos con rabia (…) las lágrimas arrancadas por la belleza enternecedora de aquel gesto”.

La lucha fue tenaz y agotadora, avanzando milimétricamente a lo largo de los años, lo que contribuyó a curtir la piel y tensar los músculos del accionar político de aquellos muchachos universitarios. El extenuante proceso culminó con un primer gran paso, a finales de 1945: la Revolución de Octubre, evento que marcó el principio de la ruta democrática venezolana.

A partir de 1958 corrió estruendosamente el agua debajo del puente de las libertades; pero inevitablemente la pequeñez y la turbiedad se hicieron presentes. La antipolítica entró al gran escenario ya marchito y con ella los oferentes de paraísos inciertos. Los que juraron bajo el Samán de Güere tomaron la batuta que conducía a tiempos de oscuridad. El nuevo ciclo de las ignominias tomó a las mayorías por sorpresa cuando era claro que se nos quería conducir al mar de la felicidad, donde Fidel y los suyos nos esperaban con los brazos abiertos, las alforjas vacías y una experticia revolucionaria preñada de perversiones antidemocráticas.

Pero a las tinieblas se contrapuso la luz. Y nuevamente los jóvenes irrumpieron en la arena política. Eso ocurrió en 2007, a raíz del cierre de Radio Caracas Televisión y el anuncio de Hugo Chávez de modificar la Constitución aprobada en 1999, la misma que en su momento calificó de la mejor Constitución del mundo. Como consecuencia de esa decisión hizo acto de presencia el movimiento estudiantil como importante actor político que en ese instante no tenía vinculación con ninguno de los partidos de la oposición. Sus nombres son ya conocidos: Yon Goicoechea, Stalin González, Freddy Guevara, Nixon Moreno, Gaby Arellano, Miguel Pizarro Rodríguez, Roderick Navarro, Juan Requesens y Daniel Ceballos, entre otros. A ellos se han incorporado muchos más.

El tiempo que deba pasar para su perfecta maduración transcurrirá sin aplacamiento alguno. Hacia allá hay que dirigir los ojos, ahora enrojecidos por tanto desaliento, porque la esperanza está allí y porque ella nunca deja de crecer, aunque para muchos no sea perceptible.

@EddyReyesT


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