Esta no era una visita fácil. Habrá quien afirme que ningún acto del pastor de almas de Roma lo es. Colocarse de cualquiera de los dos lados cuando existen ecuaciones conflictivas –cualesquiera que estas sean, y la de Colombia más aún– le gana tantos adeptos como detractores, y el fin de la Iglesia Católica es el de atraer fieles y no el de espantarlos.

En el caso de los vecinos, la visita papal enfrentaba un terreno pantanoso: un gobierno empeñado en cerrar su ciclo político en medio de los vítores de sus administrados, al cual se suma un pequeñísimo porcentaje de la población y, del otro lado, la grandísima mayoría colombiana que rechaza la presente manera de gobernar y que, además, para que no quede duda, le propinó un No elocuente e inequívoco al más destacado y desatinado de sus logros: la firma de un acuerdo de paz con los criminales miembros de la guerrilla de las FARC.

Una diatriba entre el debido perdón en términos católicos a quienes se arrepienten y rectifican; la obligada solidaridad fraterna con las víctimas de los crímenes horrendos; la humanitaria y piadosa necesidad de reconciliación entre hermanos de sangre de cara a un futuro a ser construido entre todos, y la flagrante necesidad del imperio de la justicia y la sindéresis política son algunos de los elementos del ajedrez que ha tenido que encarar el máximo prelado argentino en su visita apostólica a tierra vecina. Al tiempo que ha sido preciso tener presente que además de portar el báculo de Pedro, Francisco ha venido a Colombia ungido de la representación del Estado vaticano.

El Papa fue aconsejado de no posicionarse con gestos demasiado contemporizadores con los objetivos pacifistas del gobierno. Igualmente sus asesores le advirtieron evitar cualquier posicionamiento de rechazo a esa mitad de la población a la que incomoda el nuevo estilo de gobierno que se traduce en la olímpica ignorancia de la voluntad de los gobernados.

Otro reto a enfrentar por los estrategas del Vaticano ha sido el de sortear de la mejor manera la determinación del anfitrión presidente de capitalizar para sí, y para su proyecto estrella, cada movimiento, gesto o palabra del pontífice, incluyendo los que nada tienen que ver con la gesta pacificadora.

Un gran aparato de propaganda oficial se ocupó de sembrar en el ánimo de los colombianos la especie de que el Papa venía al país sudamericano a endosar irrestrictamente los resultados de las negociaciones de La Habana con las FARC, e hizo otro tanto a escala internacional. Los grandes titulares del planeta entero mostraban al prelado como el avalista que le faltaba a Juan Manuel Santos para sacramentar su ejecutoria.

Por todo lo anterior, cada gesto y cada palabra de Francisco fueron considerados milimétricamente para no ofender ni a tirios ni a troyanos. Aun así, un mensaje inequívoco era necesario dejar como corolario de tan esperada visita, y el Papa escogió bien el tema: la reconciliación, materia sin mácula que satisface a todos por igual.

La diplomacia del Vaticano se lució; Francisco, el sabio, salió bien parado sin meterle el dedo en el ojo a su anfitrión, al tiempo que se ganaba el irrestricto afecto de los neogranadinos, cuando abordó, si ambages, un tema que no puede ser ni más actual ni más adaptado a la realidad y a las necesidades de la sociedad colombiana hoy: reconciliarse entre ellos.


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