Es posible que los miles de venezolanos que atraviesan diariamente la frontera con Colombia o Brasil, se quedan en esos países o continúan su peregrinación hacia otros, no encajen estrictamente en la definición oficial de refugiados porque no huyen de una guerra o por motivos de raza, religión o nacionalidad. Sobre lo que no cabe ninguna duda, sin embargo, es que son miles y miles de compatriotas expulsados diariamente del país. Expulsados por el hambre, la falta de medicinas, la falta de trabajo, la inseguridad, el caos económico, la desesperación.

Más allá de la calificación técnica que se les encaje, son personas a las que no se les ha dejado otra opción que dejar su casa, que marcharse. No huyen de las atrocidades de la guerra pero huyen de la pobreza. No lo hacen por voluntad, menos aún por gusto, lo hacen por necesidad. Forzados a dejar su país.

La presencia en la frontera colombo venezolana y en la zona fronteriza de Boa Vista de una misión del Parlamento Europeo permitirá a sus integrantes conocer sobre el terreno la dramática situación y confirmar lo que ya varios países y organismos como la OEA, la ONU y el propio Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) han descrito como una situación de crisis humanitaria.

No son los barcos repletos de refugiados llegando a las costas europeas, con el dramatismo de los noticieros de todos los días y la tormenta de discusión entre los países de Europa, pero son los miles y miles de venezolanos huyendo del hambre y la miseria. Algunos han recibido ya el reconocimiento de refugiados como los miles que han entrado en los últimos meses a Brasil en busca del Permiso de Migración Temporal de 2 años o para adherirse al estatus de refugiados que establece la Ley migratoria brasileña, una de las más progresistas de la región.

El fenómeno de la migración de venezolanos no ha hecho sino acelerarse con los años, sobre todo a partir de 2014. Los números van de 3 a 4 millones, con la proyección de que solo en 2018 saldrán cerca de 1,5 millones. Para los estudiosos de la diáspora venezolana, el fenómeno ha cambiado de naturaleza. La nueva ola migratoria tiene características muy particulares, sensiblemente diferentes a las anteriores. Si antes salían con un plan, un proyecto, una perspectiva de estudio o de trabajo, una selección de destino, hoy son familias enteras, sin contactos, sin modo estable de vida, sin recursos, apenas con alguna lejana promesa o una esperanza. Más que irse, son expulsados, sometidos a desplazamiento forzado. Se sienten excluidos, con nada o muy poco que esperar y con su supervivencia en juego. Bien podrían aplicarse a ellos lo dicho por el comisionado de Acnur cuando definió a los refugiados como aquellas personas que huyen “para salvar sus vidas o preservar su libertad”.

Excluidos del sistema social y productivo, muchos de ellos incluso sin acceso a los cada vez más insostenibles mecanismos que usa el gobierno para alimentar el conformismo y silenciar la protesta, sufriendo como nadie el flagelo de la superinflación en una economía dolarizada para los precios y congelada para los salarios –pese a los fantasiosos aumentos oficiales–, muchos de quienes ahora se van lo hacen compelidos por la necesidad, por las urgencias del sobrevivir. Más que una decisión calculada lo suyo es un salto al vacío, un abandono a lo desconocido. Son la expresión de un drama humanitario, de un fracaso que amenaza con no tener término.

El drama venezolano comienza a trasladarse fuera de las fronteras. Ha dejado de ser un fenómeno sin explicación para convertirse en una inquietud, una preocupación, por momentos un problema que alarma a los vecinos. No está ya para ellos solo en la noticia, sino en la realidad de la convivencia, en la generación de nuevas necesidades, en la exigencia de soluciones, en la capacidad de conciliar la dimensión de la solidaridad con la de los recursos para un apoyo efectivo. Forzados a dejar su país, miles de venezolanos testimonian una crisis humanitaria que no hay ya manera de ocultar.

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