La desgracia venezolana tiene proporciones inconmensurables. Quizá por su gravedad, las proporciones del drama humano que envuelve y la larga duración de la misma es que los venezolanos tendemos a cubrirnos de un manto de insensibilidad frente a ella. Una suerte de actitud acomodaticia envuelve a los seres humanos sometidos a agravios sostenidos durante periodos largos para poder subsistir ante la agresión y la desgracia.   

Nuestra capacidad de asombro ante las atrocidades de que estamos siendo víctimas por parte del régimen que se aferra al poder de manera desesperada ha ido palideciendo y si no ha desaparecido por entero es precisamente por lo atroz de lo que experimentamos a diario. Uno se pregunta si, al igual que los cubanos lo vienen haciendo desde hace décadas, no terminaremos aceptando lo inaceptable y asumiendo como inevitable el penoso viacrucis a que ha sido sometido nuestro colectivo.

Esta semana la televisora alemana DeustcheWelle mostraba con espanto la situación del Hospital de Niños J. M. de los Ríos, donde 5 niños enfermos de dolencias severas veían cercenadas sus vidas por la incapacidad de la institución de practicarles los trasplantes necesarios para sobrevivir. No quisiera caer en la ejemplificación de cada una de las caras de los dramas humanos que experimentamos porque se quedarían por fuera tantas atrocidades perpetradas por el gobierno de Nicolás Maduro. Esto, sin embargo, lo traigo a colación por ser un hecho –la muerte de un infante– frente al cual los titulares de la prensa han dejado de hacer mella en nuestras almas, cuando la realidad es que no es posible darle un tinte de normalidad a la peor de las barbaries.

No quiero referirme tampoco a las penurias de los 5 millones de compatriotas que han abandonado todo en el país para ir en busca de un horizonte más humano. Dentro del país, al drama de la falta de comida y de medicinas que se viene agravando desde hace años, debemos agregar ahora la precariedad a la que nos somete la escasez de electricidad, de agua y de gasolina, sin que se vea en el horizonte ni un plan para corregir tales entuertos, y ni siquiera preocupación por hechos que la prensa internacional perifonea con asombro.

Esta especie de desensibilización pasiva frente al sufrimiento de nuestros connacionales nos alcanza a todos por igual, solo que estos hechos, paradójicamente, dejan indiferentes a quienes son sus directos responsables, los líderes gubernamentales.

Negar las atroces condiciones de vida que se han producido como consecuencia del desgobierno, una posición de principio asumida por la revolución y sus líderes para negarse a recibir ayuda humanitaria ya no es suficiente. Señalar con el dedo a las autoridades norteamericanas de los desacomodos de la economía venezolana como vienen haciendo de un tiempo a esta parte, para endosar las culpas propias a terceros, ya no engaña ni a los suyos, pero les permite seguir adelante en esta desenfrenada batalla por mantenerse en el poder, en el timón de un buque que se va a pique.

La publicación Caracas Chronicles calificó lapidariamente nuestra actual situación como “la más desastrosa crisis de la historia moderna”.

Nicolás Maduro y el puñito de líderes que no siguen aferrados a sus faltas, más por ánimo de autoprotección que por otras razones, no harían nada con lamentarse de la suerte de los venezolanos porque han perdido toda capacidad de enderezar la vía ni la velocidad del deterioro. A las inhumanas penurias actuales seguirán otras más severas y el éxodo masivo de gentes se acentuará.

Ubicados frente al malestar creciente de los venezolanos y a la presión externa que no cejará en su empeño de defenestrar a los artífices de este inmenso desastre, el espíritu de cohesión que les ha mantenido se resquebrajará en un “sálvese quien pueda” que estamos por presenciar.


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