La felicidad ha sido una preocupación desde Aristóteles hasta el Viceministerio del Poder Popular para la Suprema Felicidad del Pueblo. Todos los políticos y los prometedores del paraíso en la Tierra han querido hacer de aquella un otorgamiento ecuménico. ¿Son felices los pueblos? ¿Pueden ser felices las sociedades en plural? Recientemente, la felicidad se ha vuelto un tema de recurrencia entre los cultores de la autoayuda y esa nueva profesión que causa un estremecimiento inusitado: los coaches. Es una tarea de la que se hacen responsables por igual testigos callejeros de la epifanía de Jehová, lectores de Paulo Coelho y socialistas de medio pelo. Los liberales, sabios al fin, se acogen al individualismo y a un secreto utilitarismo que proclama que ser feliz es un hecho privadísimo y jamás de grandes titulares o maquinaciones.

Hay medidores de felicidad. En nuestros días todo tiene su baremo. Nuestras estadísticas asoman el número de celíacos en Nueva Papúa así como cuántos gozosos caminan entre nosotros en este traficado planeta. El coach español Juan Carlos Cubeiro advierte que ser feliz es una decisión personal en un 40% y nos alecciona con que existe el hombre más feliz del planeta (y no pertenece al PSUV, por cierto). Se llama Mathieu Ricard, es un monje budista de 71 años y su felicidad la certifica la Universidad de Wisconsin. De otra parte, como nuestro país siempre ha estado en los sótanos más abyectos de las mediciones mundiales en los últimos tiempos, no es de sorprenderse que no obstante lo que sentencien optimistas de toda laya, Venezuela está en una situación muy comprometida cuando de felicidad se habla. A pesar de los panglosianos de Venezolana de Televisión, esta comarca está situada en el puesto número 142 según el Ranking Mundial de la Felicidad correspondiente a 2017 con un déficit de felicidad de -8,46%, algo muy lamentable por donde se le vea.

Las razones de nuestra infelicidad mayúscula no son otras que las del socialismo destructor. A mí me costó un tiempo entender esto por carecer de destrezas para la irracionalidad. No se trata de ineptitud o de ineficiencia, el proyecto socialista es acabar con todo. La ideología de Atila sin tanta floritura. Quienes piensen con alborozo que el socialismo venezolano alcanzará una velocidad de crucero y que logrará estabilizar una navegación uniforme en la conducción política, se equivocan de medio a medio. El propósito final es la tierra arrasada. Quiere decir que, a pesar de su voluntarioso viceministerio, la idea es hacernos infelices a todos en el territorio baldío donde estaremos cubiertos de harapos. La hipocresía es asumir que la felicidad de un país resida en la voluntad de un burócrata. Al contrario, se han puesto de acuerdo para nunca lograr su misión. Basta leer las noticias de nuestro hábitat para concluir cómo desarmar cualquier alegría eventual.

Las redes sociales tienen un recodo decretado para la felicidad: Instagram. Habitar allí es despojarse de cualquier problema: es ser risueño para siempre. Es el mundo feliz sin Huxley y sin necesidad de Soma. El ambiente es radiante, poderoso, existe una tremenda camaradería, un escenario festivo sin igual en el que se derrocha amistad y los selfies dan cuenta de un regocijo sin contradicciones en un entorno permanente de estrellas Michelin, rumba, frases edulcoradas ante el atardecer y amigas de toda la vida que se fotografían en grupos indestructibles.

No creo en industria alguna de la felicidad, reconozco que la autoayuda es una poderosa máquina económica que puede satisfacer a muchos a pesar del mercantilismo de sus predicadores. Pero, por encima de todo, el Estado nunca nos hará felices, menos con los que se han orillado en la roñosa izquierda. De parte nuestra sí queda confirmar la ruta de nuestro destino que nunca será colectivo sino individual. De modo que cuando estemos ante la disyuntiva de pensar sobre la felicidad, hagamos como aquel personaje de Guerra y paz que anotaba en una mañana de primavera que para “ser feliz hay que creer en la posibilidad de ser feliz”.


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