En 1973 una película llamada El exorcista agregó una ola controversial al ya agitado panorama del cine americano. Conviene ubicarse en la época. La televisión había drenado buena parte de los ingresos de los estudios durante la década pasada. Pero, ahora, el auge de los productores independientes y una nueva ola de jóvenes directores salidos de las escuelas de cine le permitían a la industria retomar el diálogo perdido con su público abordando temas controversiales: el poder, la droga, la delincuencia. Eran, recordemos, tiempos rupturales, de guerras lejanas y con un presidente asediado por la prensa. Un autor con buen olfato llamado William Peter Blatty recordó una historia de su adolescencia. En 1949 un adolescente había presentado síntomas inexplicables para la medicina, de los cuales logró librarse con la ayuda de dos sacerdotes, William Bowdern y Walter Halloran. Su ficcionalización fue un best seller y la película fue asignada a un joven director recién consagrado con Contacto en Francia, que había cosechado 5 oscares el año anterior. William Friedkin.

La película ha entrado en el Olimpo de los clásicos, esencialmente porque la confrontación con Lucifer era apenas un pretexto para delinear psicologías intensas. La madre actriz que buscaba preservar su hogar, el cura asistente que padecía una crisis de fe y el propio exorcista que dudaba de su capacidad para tratar de tú a tú con el demonio. Tenía, además, la inteligencia necesaria para evitar toda imagen directa del innombrable, dejando abiertas las interpretaciones diversas de la posesión. Fue un exitazo que recaudó 441 millones de dólares contra una inversión de 12 millones. Sin duda, el Maligno estaba involucrado porque la película tuvo 2 consecuencias a cual más terrible. Por un lado, desató una ola de imitaciones burdas e impresentables, incluidas 2 secuelas a cual peor. Por el otro, convenció a Friedkin de que su visión era infalible, lo cual lo llevó a una remake de El salario del miedo que fue tan buena dramáticamente como desafortunada con el público. La carrera del director cayó en barrena y la joven promesa pasó a ser un director estimable pero irregular.

Cuarenta años después, un Friedkin octogenario sigue marcado por aquel filme mítico y viaja a Roma a conocer al padre Gabrielle Amorth, de 91 años, exorcista oficial de la ciudad, según nombramiento en 1986 del papa Juan Pablo II. Un sujeto interesante. Durante los años del fascismo, el joven Amorth había sido un partisano que luchaba contra los fascistas y, con ese entrenamiento, se ordenó y decidió entrarle a la caza mayor.

Friedkin no solo lo entrevista a él y a sus ex poseídos, sino que además, le solicita y obtiene el permiso para grabar el exorcismo de una joven, Cristina, habitada por el demonio. Por supuesto que el padre Amorth no es Max von Sydow, el ascético exorcista de la película (que llevaba varios filmes de Bergman bajo la sotana). Amorth, romano al fin, empieza su exorcismo tirándole una trompetilla al demonio antes de entonar una letanía que la película respeta en su integridad. Friedkin juega al documentalista que alguna vez, de joven, ha hecho ficción con la materia que, ahora, ve crecer con miedo confesado ante sus ojos. Con el agravante del regreso del demonio ante la impasible calma de Amorth y el terror de familiares, equipo de producción y director. Para calmar los aires, vuelve a Estados Unidos a interrogar psiquiatras y neurólogos que, para sorpresa suya, tienden un velo de tolerancia y mente abierta sobre la práctica en cuestión. Friedkin es un viejo zorro. Así como cuarenta años atrás la película de ficción escamoteaba la figura del diablo para dejar colarse alguna posible explicación terrena o natural, ahora opera en la dirección opuesta. Tal vez el exorcismo sea una categoría alterna de la psiquiatría. En todo caso, la sombra del demonio, ese ser bueno que ha equivocado el rumbo y se ha extraviado en las garras del mal, según explica un obispo, sigue volando alto. Esta vez no tiene el elenco de lujo, la espectacular fotografía o la inteligencia de la ficción que ubicaba la trama en Georgetown, a pocos pasos de la cuna del poder americano, con un cura de corazón débil traído de las ruinas mesopotámicas de Irak. Los tiempos han cambiado, Friedkin es un octogenario todavía vital y el padre Gabrielle un cura italiano bondadoso y ocurrente. Los tiempos cambian, las mañas del Maligno no tanto. Está en Netflix.

El diablo y el padre Amorth. (The devil and father Amorth). USA. 2017. Con Gabrielle Amorth, William Friedkin.


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