La semana pasada tuve el privilegio de conversar con los miembros del Consejo Iberoamericano de Inversiones y Talento (CiiTA), en Madrid. El asunto que nos convocaba era la relación entre Estados Unidos e Iberoamérica, naturalmente, en el contexto de la preocupación que produce la disruptiva conducta de Trump en la relación trasatlántica, tanto en los ámbitos económico-comercial, como en la propia OTAN.

Comencé por comentar las tendencias que afloran, al consolidar la data económica e información política disponible. En una primera aproximación, compartí con la audiencia el hecho de que, aún en la adversidad, brilla un triángulo de oportunidades en el espacio formado por Estados Unidos, España y América Latina. Efectivamente, hay grandes oportunidades. A pesar de la relativa ralentización económica en Latinoamérica y de las inquietudes por la política de guerra arancelaria de Trump, así como por el déficit fiscal que generará en el corto plazo su reforma tributaria, por la incertidumbre ante el giro político en México con la elección de López Obrador, y por la deriva autoritaria que persiste en Venezuela y en Nicaragua. Son contrastes inquietantes, pero que no desdibujan el potencial de un mercado inmenso en el que interactúan la primera economía del mundo (Estados Unidos) con la novena (Brasil), la duodécima (España) y la decimoquinta (México). La coincidencia de esos cuatro motores, sin duda, ofrece una perspectiva positiva y una sólida garantía de éxito. Sobre todo, si se trabaja sistemáticamente este potencial en el terreno de los valores e identidad comunes que ofrecen la hispanidad y las diásporas latinoamericanas.

En ese sentido, concentré buena parte de la conversación en una tendencia muy importante, cual es el creciente poder económico y político de los hispanos en Estados Unidos, y lo que esto representa para España.

Sobre la hispanidad y Estados Unidos me atreví a postular que, más que una relación con Iberoamérica, el gigante del norte es un país cuya diversidad lo hace parte de Iberoamérica. Y no puede llegarse a otra conclusión cuando concurren estos datos: una parte significativa del territorio continental de Estados Unidos tiene un origen histórico hispano (Florida, Texas, Arizona, Colorado, Nuevo México, California, Oregón, Nevada); y si vamos al insular, debemos sumar el Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Este conjunto alberga cerca de 60 millones de hispanos o latinos. Cuando se dice esto, se piensa en las olas de inmigración que ha recibido Estados Unidos, pero muchos de estos hispanos no cruzaron la frontera, sino más bien la frontera los cruzó a ellos.

Los hispanos en Estados Unidos son el grupo demográfico de mayor crecimiento orgánico. Y no porque hay un crecimiento desbordado de la inmigración de indocumentados –que suman 12 millones de personas–, pues, más bien, la cifra neta de migrantes indocumentados de origen mexicano ha sido negativa, debido a que, según investigaciones del prestigioso instituto PEW, en las últimas 2 décadas fueron más los que regresaron que los que marcharon a Estados Unidos). La familia hispana culturalmente es más numerosa y en Estados Unidos ha encontrado un camino de superación y éxito que la perfila no solo como un gran aporte a la sociedad, sino también un grupo optimista y muy dinámico.

Dos datos abrieron los ojos de la audiencia: 29% de los nuevos negocios y casi un tercio de la pequeña empresa estadounidense son propiedad de hispanos, y se financian casi exclusivamente con ahorros propios, de familiares o amigos. El potencial de bancarización e inclusión financiera que esto ofrece se pierde de vista, porque los hispanos consumen 1,7 trillones de dólares en Estados Unidos, y su actividad empresarial aporta 1,4 trillones al PIB estadounidense. El segundo dato es político: 39 distritos electorales en Estados Unidos son de minoría mayoritaria, es decir, allí los hispanos son mayoría; y a escala nacional votan unos 12 millones de hispanos, pero son elegibles para hacerlo otros 27 millones de personas, es decir, 17% de la población electoral es hispana e incluso en estados o distritos electorales donde es minoría puede ser la fuerza que decide. De hecho ya 4% de los funcionarios electos a cargos de representación popular es de origen hispano, y organizaciones de gran peso e influencia nacional, como el Latino Victory Project, del cual soy directivo, se dedican exclusivamente a cerrar la brecha entre ese 4% de representación y 17% de caudal electoral. En consecuencia, es irreversible la tendencia de empoderamiento económico y político de los hispanos, quienes según los estudios de PEW y Brookings alcanzarán 24% de la población total del país en 2045, año en que la población blanca de origen anglosajón será menos de 50% del total. Para 2050 se proyecta una población hispana de 30% del total de Estados Unidos.

De allí una propuesta muy sencilla a mi audiencia de ese día: España debe acercarse a la hispanidad en Estados Unidos. Y algo más. Paradójicamente, en vez de tomar y desarrollar la oportunidad que tiene por delante, Trump promueve una visión americanocéntrica, que da la espalda al inmenso potencial ya señalado. Derivado de esta actitud, de proyecciones concretas en lo político y lo económico, así como por ciertas expresiones de racismo y xenofobia, Trump ha creado tensiones con México, ha abandonado la política de cooperación con Centroamérica, ha tomado medidas contra los inmigrantes latinos y ha actuado frontalmente contra el TLC con México y Canadá, además de formular críticas a Europa –lo que incluye a España– y a la OTAN.

Ese estado de cosas abre una oportunidad para España, cuya formidable ventaja es la lengua y raíz cultural común, patrimonio simbólico de incalculables posibilidades de rédito. En el corto, mediano y largo plazo, la oportunidad está servida para intercambios de todo tipo. España puede –y debe– ejercer, junto al liderazgo hispano de Estados Unidos, un papel protagónico en la construcción de ese triángulo de oportunidades que, en medio de las tendencias globales y la potencia emergente de la economía del Pacífico y Asia, es sin duda un elemento dinamizador sin equivalente en la relación trasatlántica. Es un reto que debe encararse no a pesar de los dislates de Trump, sino precisamente por ello.

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