Aunque suene extraño, la esperanza está implicada con el problema del mal. Lejos de significar que “esperemos” pasivamente a que “algo” suceda, “la esperanza es una ‘inquietud radical’ albergada en cada sujeto. No solo nos ayuda a imaginar un futuro mejor, sino que también nos estimula a criticar el estado presente de deterioro” (Rafael Luciani, “Esperanza y posibilidad”, en El Universal, 11 de abril de 2015).

El ser humano puede acostumbrarse a todo. Incluso a la progresiva descomposición y a la agresión. El ambiente que vivimos sume casi que inconscientemente en la desesperanza, pues hay razones para estar tristes. Este es el mal que hay que enfrentar para trascender las realidades que, por más terribles que sean, ocultan siempre un bien. Me asombró leer que el problema del mal, concretado en el sufrimiento, “alcanza su grado máximo en la angustia: cuando el alma ‘se retrae sobre sí misma, queda prisionera de sí misma sin posibilidad de salir’ (santo Tomás). Esto sucede cuando el dolor es muy intenso, o bien no existe esperanza de salir de él. Entonces ‘la tristeza acelera la muerte’ (Eccli 38,19), pues impide que el hombre realice de modo coherente cualquier tipo de actividad” (R. Quijano Álvarez).

Esta sensación de atrapamiento deriva de no ver la solución del mal, de la que precisamente nace la esperanza. Es justo por esto que quieren quitárnosla.

Esperar implica, por eso, no resignarse al mal sino enfrentarlo con la justa indignación para trascenderlo. Por eso son pertinentes las palabras de ese artículo de Rafael Luciani de hace casi cuatro años, pero aplicables con mayor sentido a nuestra situación actual: la esperanza “genera un auténtico ‘conflicto con la realidad’, a todo nivel, porque nos hace descubrir nuevas posibilidades que pueden ser alcanzadas, cuando se da la graciosa convergencia entre las posibilidades ilimitadas que ofrece el mundo y la aspiración ilimitada del ser humano”.

Ese conflicto con la realidad debe llevarnos a enfrentarnos con el mal presente en nuestro interior y en las circunstancias que vivimos. El anhelo humano de felicidad es muy íntimo e ilimitado. El futuro, por otra parte, también está abierto a “posibilidades ilimitadas”. No es casual, por esto, que lo que quieran quitarnos sea precisamente la esperanza, pues lo que pretenden es someternos y hacernos creer que nada va a cambiar y que la historia es rígida en lugar de dinámica, como el hombre. La tristeza paraliza, petrifica, deshumaniza, aísla: llena de temor por el futuro. Dejarnos robar esa capacidad de apertura interior a la trascendencia anularía en nosotros la capacidad de amar y establecer relaciones humanas sanas y sinceras.

En su mensaje de Navidad, de nuevo Rafael Luciani nos invita a “no temer”: “Decid a los de corazón intranquilo: ¡Ánimo, no temáis! Nuestro Dios viene a salvarnos’ (Is 35,4). Del mismo modo, cuando el Ángel se le aparece a una María frágil e insegura, le exclama: ‘No temas María, porque has hallado gracia delante de Dios’ (Lc 1,30). Hoy, ese mismo Dios que es misericordioso y compasivo, lento a la cólera y rico en piedad (Ex 34,5-8), nos invita a no temer, al confiar en su insondable bondad capaz de recrear nuestras vidas cada día para ofrecernos algo nuevo que nos humanice.

“No temer significa comenzar a vivir desde la auténtica libertad de los hijos y las hijas amados por Dios, por la que nuestros lazos humanos, se dejan moldear por el impulso generoso de la fraternidad”.

Deseo a todos que este próximo año 2019 se nos presente como lo que es: un tremendo desafío que exigirá de nosotros no dejarnos abatir por la tristeza, sino disponernos a abrirnos al futuro con la esperanza de que el mal puede ser superado, no solo porque esa confianza mitiga el dolor, sino porque nos lleva a alcanzar el bien.

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