El Silbón, la ópera prima de Gisberg Bermúdez Molero, retumba en el inconsciente colectivo del venezolano.

En el país crecimos con el recuerdo y el anecdotario del relato de la noche que inspira y anima al guion de la película, ganadora del Premio de la Prensa en el pasado Festival de Cine de Mérida, donde vimos la cinta por primera vez, y quedamos gratamente sorprendidos por el impecable trabajo de la producción.

El viernes 7 de diciembre, el largometraje llegó a la cartelera nacional en medio de las tormentas políticas y los crímenes que enlutaron a la nación, debido al accidente que cegó la vida de dos peloteros famosos del circuito criollo. La inseguridad volvió así al tapete de los titulares de los diarios y al ojo del huracán de la esfera mediática.

Por tanto, el filme puede servir de catarsis a los espectadores que demandan narrativas que expliquen el significado del origen del círculo vicioso de la violencia en las malas tierras del contexto patrio.

No en balde, el libreto de la pieza explora el nacimiento del personaje de ficción, anclando su historia a la del proceso de una infancia corrompida, interrumpida y perturbada por la presencia de un padre opresor.

Conocemos los antecedentes del arquetipo en la figura de un joven que sufre los tormentos de una mala crianza, a cargo de su progenitor.

Al muchacho lo humillan, lo encadenan, lo explotan, lo condenan a realizar trabajos forzosos, como la víctima de una prisión familiar que se alimenta de la impunidad que brinda el aislamiento.

El calvario del protagonista se comunica a la distancia con el sufrimiento que hoy padecen los jóvenes que son torturados en las tumbas del Sebin.

Las autoridades represoras de la dictadura se comportan con la misma indolencia del hombre de bigotes que germina e incuba el resentimiento del El Silbón.

Dos actores solventes y competentes personifican a los caracteres de uno de los conflictos medulares del argumento.

Si la trama que describimos transcurre en pasado, otra fábula moral se desarrolla en paralelo, acercándose al tiempo presente de un nuevo caballero que también mantiene una dudosa relación con su hija, a la que descubrimos encerrada y aparentemente poseída por algún demonio.

La niña dibuja premoniciones de un futuro de sombras, almas en pena, ajustes de cuentas, hechos de sangre y visiones de pesadillas de la realidad. Nadie logra redimir el dolor y el silencio sepulcral que embargan a la inocente criatura. Pronto sabremos que la acecha y acosa el drama de la pedofilia paternofilial.

Por ende, el subtexto aborda el problema de las infancias robadas de un entorno hostil que clama por justicia.

La dirección de la obra alcanza picos de máxima depuración en las secuencias de suspenso, espanto y misterio, al prescindir de cualquier diálogo innecesario o redundante.

Los textos jamás compiten con las imágenes, los sonidos y las músicas espectrales que componen los diversos integrantes de la ficha técnica.

El equipo creativo suma los talentos de varios de los mejores intérpretes audiovisuales de una generación: Gerard Uzcátegui (fotografía), Nascuy Linares (partitura original) y Leonidas Urbina (a la cabeza del casting).

El afecto y la comprensión de una doncella arrancan los únicos momentos de felicidad y libertad al pobre adolescente tiranizado. Pero la bella tampoco tiene el poder para impedir que la bestia termine por imponer los términos del ojo por ojo, en un final de venganza que expone las heridas infinitas de la crónica roja.

Uno de los grandes aportes al cine del género, de la industria local, culmina con el desenlace menos condescendiente que podemos imaginar, salpicado de un gore apenas perceptible que no satura a la retina. Solo lo suficiente como para sacudir conciencias y encontrar los vasos comunicantes entre El Silbón y los fantasmas que gobiernan el actual desconcierto de la República.


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