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Si habláramos sin retintines, diríamos que por erotismo entendemos aquello que tiende a excitar el apetito sexual, así las religiones y las instituciones consideren, desde el origen de la vida social, lo erótico como una exageración morbosa de un instinto. Porque el erotismo es el vencimiento de la educación, de lo que llamamos cultura, sobre lo involuntario, sobre el mandamiento de la carne para reproducirnos. Merced a la lubricidad, la más sofisticada manifestación de la vida, la cultura y la razón última de nuestro paso por este valle de lágrimas, hemos logrado, en todas partes y todos los lugares, transformar y conducir lo que llamamos en los otros, nuestros hermanos los animales, el instinto. Gracias al erotismo podemos obtener placer de ese acto incomprensible que es la fornicación y que, además, es otra de las formas del entendimiento del cosmos y sus infinitos misterios, y uno de los trances más formidables para vencer la otredad, ese horror vacío del que hablara el habanero José Lezama Lima.

El erotismo somete los genitales y los convierte en lenguas y entendimiento. Por ello muchas sociedades que no han conocido las perversiones occidentales del alma y el cuerpo, consideran el erotismo como una suerte de religión, otro saber en el que el hombre y la mujer hacen parte del mundo a partir del mutuo jadeo y complacencia. Esa búsqueda, de un más allá del sexo, es lo que imprime carácter sagrado al erotismo. “El amor es una respuesta hecha de tiempo y conciencia de la muerte, y es una tentativa por hacer del instante eternidad”, dijo Octavio Paz.

Ir a la búsqueda del Otro y encontrase con él, es la más triunfal de las formas del desinterés y la experiencia religiosa misma. Una experiencia tan rica como el miedo y el vértigo, que tanto se asemejan al encuentro sexual y al conocimiento de la animalidad. De lo cual se deduce que el hombre y la mujer somos animales eróticos, y el erotismo, la suprema invención de nuestras culturas. El erotismo ofrece a la sexualidad un decorado, una teatralidad que, sin ignorar las demandas de la carne y su sed, agregan una dimensión artística al placer.

Los diversos puntos de vista del erotismo han surgido a partir de los credos religiosos o morales de quienes detentan el poder. La sexualidad y el erotismo son tabú para la mayoría de las ideologías, son comportamientos que inducirían al hombre y a la mujer a liberarse de lo “tradicional” y “canonizado”.

Durante el renacimiento, la libertad individual y comercial y la apertura a todos los saberes, hizo que los hombres y las mujeres desearan fecundar y ser fecundadas, en una frenética actividad sexual que igualaba a los géneros. Sentarse a la mesa del amor era equiparable a la glotonería gastronómica de entonces. El ideal de belleza debía contribuir a ello: mujeres de grandes y rebosantes pechos, anchas caderas, cintura rellena y muslos vigorosos; hombres de anchos hombros y pecho y grandes pene y testículos.

Con el siglo XVIII lo que se impone es el amor galante. Si el renacimiento celebra los sentidos, entonces lo que importa es el refinamiento de la sensualidad. Los hombres quieren ser tan finos como las mujeres. Y en ellas ya no habrá más robustez sino intensa palidez y flacura. Medias, enaguas, ligueros y botas hasta la rodilla intensifican la afrodisia visual. Los pechos quedan medio ocultos y un miriñaque agranda las caderas y hace que desnudar a una dama sea una odisea. Los nobles son corruptos, cínicos, inteligentes y escépticos respecto del amor.

Con la revolución y el desarrollo del capitalismo, las aguas vuelven por los cauces más reaccionarios. Ahora hay que amar el alma, no el cuerpo. Amar será reproducirse. El erotismo hará parte del decorado social, será ritual cotidiano, pero no orgía; desaparecen los baños públicos, los lugares de placer de los siglos XV y XVI y son sustituidos por las tabernas, los hipódromos, los cocktail parties y las fiestas juveniles. Monogamia y heterosexualidad se imponen. Y para evitar que el marido viva en el burdel, la esposa será prostituta. El erotismo es la nueva galera del amor. Aparentar felicidad es la gran invención del capitalismo. El erotismo de hoy está banalizado, es superficial, previsible y comercial en el peor sentido de la palabra. Aún vivimos una creciente intolerancia a la sexualidad y el erotismo, se coarta la libertad en la educación sexual, se ataca la poligamia, se reprime la homosexualidad, se persigue a los religiosos pederastas y perversos, y la putería y mariconería se han hecho un lujo inalcanzable.

Pero es en estos momentos de la historia cuando adquiere gran significado lo que ahora calificamos de literatura erótica. Porque fue desde el siglo XVIII cuando este tipo de literatura alcanzó su mayor apogeo. De esos años son los más notorios textos del erotismo literario, ya que en ellos hay una crítica que reivindica el placer y hace del cuerpo un instrumento de la rebelión, un acto de insumisión contra los poderes. Un escritor erótico es siempre un revolucionario. La lucha por el derecho a los placeres busca también un mundo mejor, libre, auténtico, sin iglesias ni convenciones.

Pero hay que decirlo: la literatura erótica no existe sino en relación y haciendo parte de los grandes textos artísticos. Una literatura que pretenda ser exclusivamente erótica es imposible y se hace insostenible y monótona. Y aun cuando la mayoría de vosotros no esté de acuerdo, creo que lo que yace en el fondo de toda gran literatura erótica es su enorme carga de obscenidad y malicia. Porque como en las artes, la lujuria y la malicia dotan a la literatura de una alegoría y una metáfora del placer y el erotismo real. Es lo obsceno y malicioso lo que surge de las superficies del placer verbal, es lo extraño y embriagador y prohibido que nos seduce para recordarnos o crear los intensos momentos que vivimos o deseamos en la acción. De allí que produzca horror y repulsión. Lo obsceno no reside en los cuerpos, es lo que está “fuera de escena”, mientras la pornografía y el dolor son comerciales representaciones de la felicidad y el placer.

Leer y escribir sobre el erotismo es, además, otro de los rostros del amor pues revivimos la existencia de aquellos y nosotros recordando e imaginando momentos cuando recibimos amistad, solidaridad, compañerismo, ternura, caricias, fraternidad, devoción y sensualidad, como en este precioso poema chino de autor desconocido que traduje hace varios años:

Me gustan las cortinas de seda roja

y los lechos de marfil.

Gozo colocando tus diminutos pies

sobre mis hombros y las puntas

de tus rojas y bordadas chinelas

apuntan hacia el cielo.

Adoro tu pequeña boca,

roja como una cereza,

y su aliento de lilas.

Me enloquece ver tus grandes ojos

ardiendo de pasión y tu mente perdida en otros mundos

mientras saciamos nuestra sed y escucho tus quejidos.

¡Cómo recuerdo

los caminos secretos de nuestros cuerpos

en nuestro primer encuentro!

¡Qué seductora fuiste!

Ahora que dejas que crezca

tu verdadera naturaleza,

tu inteligencia, dulzura y elegancia

no tienen igual.

Pero lo que en verdad me pierde

es cómo tus ojos enormes y divinos

aparentan vergüenza.


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